Por Luis Cifuentes Seves
Un pecadillo y una asamblea
Una persona a quien conozco hace muchos años y de quien tengo una buena opinión (Bencho), gusta de contar su historia de vida con cierta frecuencia. Nada de malo en ello. Lo hace sin jactancia y con el ánimo de ayudar a otros.
Pero una vez que escuché su narración me di cuenta de que había una parte de su historia que era evidentemente inventada, hasta el punto que su carácter ficticio podía comprobarse fácilmente en bases de datos de dominio público.
Al comienzo esto me pareció un pecadillo, una acción criticable, pero con el correr de los años cambié de opinión.
Esto fue facilitado por una experiencia personal. En cierta ocasión me encontré con un viejo conocido de mis tiempos de universidad (Feña) y después de los saludos correspondientes, me espetó: “Yo nunca he podido olvidar esa vez que diste vuelta una asamblea en la Sede de La Serena. Te convertiste en mi héroe”. La Sede mencionada pertenecía a mi alma mater, la Universidad Técnica del Estado (UTE) y se suponía que yo habría actuado en calidad de dirigente estudiantil.
Dije: “Estuve dos veces en esa Sede, pero no recuerdo haber dado vuelta una asamblea”.
“¡Eres demasiado modesto!”, replicó. No lo soy.
“Dar vuelta una asamblea” significa que la mayoría de los presentes estaba por aprobar una determinada propuesta (llamémosla A) y después de un despliegue de oratoria de uno de los participantes, la mayoría cambió y aprobó una propuesta contraria a A (llamémosla B). Por cierto, esta era una hazaña no menor en las multitudinarias y apasionadas reuniones universitarias de aquellos años.
Comenté esta anécdota con mi amigo Chago, dirigente estudiantil de la UTE en el periodo referido por Feña. Esta fue su opinión:
“Me parece que Feña tuvo una percepción equivocada de la situación inicial. Quizá los partidarios de A eran los más vociferantes, pero no necesariamente mayoritarios y es posible que haya habido muchos indecisos. Seguro que hubo varias intervenciones y la tuya favoreció la opción B, que era la de Feña. Al final, una votación dio el triunfo a B, tal vez por pocos votos. Como todos necesitamos héroes y si no los encontramos los inventamos, Feña decidió convertirte en su ídolo ficticio”. Me pareció una excelente explicación.
Esto me lleva al complejo y emocional tema de la memoria.
Entre el impresionismo y la subjetividad
Dado que hace años me di como objetivo la recuperación de memoria histórica, tanto generacional como individual, acudí a dos autores muy conocidos. El primero fue Marcel Proust, cuya obra “En busca del tiempo perdido”, es un ensayo gigante acerca de la memoria.
Comienza por recuerdos íntimos a edad temprana; narra cómo al crecer descubre el amor y luego el amor homosexual, y al hacerlo describe en gran detalle lugares, paisajes, situaciones, sensaciones. De Proust aprendí que la memoria no necesita ser nítida como una fotografía de alta resolución; suele ser difusa, similar a un cuadro impresionista, con pinceladas puntuales a las que el observador da continuidad.
El segundo autor que me influyó fue Lawrence Durrell, con su obra “El cuarteto de Alejandría”. Durrell me enseñó que la memoria no tiene por qué ser confiable. El libro trata de vivencias en un mismo lugar (el puerto egipcio de Alejandría), en un mismo período, protagonistas y circunstancias, contadas por cuatro personajes. Para mi sorpresa, las cuatro historias son totalmente distintas. Luego caí en la cuenta de que los recuentos dispares son usuales en narraciones testimoniales.
Mi principal conclusión de estas lecturas y las reflexiones que las siguieron, fue que cada persona reescribe su propia historia, donde experiencias que podrían considerarse objetivas, con el correr de las décadas se mezclan con emociones, sueños, ensueños, deseos, fantasías, temores y pesadillas. Así, pude entender los relatos, tanto de Bencho como de Feña, como algo natural y de común ocurrencia. Más aún, desperté a la noción de que yo mismo he reescrito mi historia más de una vez sin estar consciente de que lo hacía.
Hawking, Einstein, Rovelli y un carril propio
Por cierto, la memoria nos plantea la interrogante ¿qué es el tiempo? En una primera aproximación podríamos pensar que su definición es materia de la física, pero una buena revisión, incluyendo la obra de Stephen Hawking “Breve historia del tiempo”, nos lleva al hecho de que esta rama de la ciencia asegura medirlo por varios métodos, pero no lo define, excepto de manera trivial.
Einstein señaló que el tiempo era “una ilusión” y el destacado físico Carlo Rovelli, especialista en relatividad cuántica, afirmó hace pocos años que “el tiempo no existe”.
Por su parte, la filosofía ha debatido el tema por siglos sin producir consenso, por la simple razón que su objetivo es la reflexión profunda y no la convergencia de opiniones.
En cuanto a mis propias disquisiciones, no tengo una propuesta científica, basada en mediciones ni cálculos, sino tan sólo una intuición: creo que “tiempo” es el nombre que le damos a nuestra incapacidad de reconocer que presente, pasado y futuro coexisten. Los aparatos sensorial e intelectual de nuestra especie sólo nos permiten percibir la realidad como una secuencia lineal de sucesos. De esta manera, no somos conscientes de los viajes entre ayer, hoy y mañana que muy posiblemente realizamos.
Entre el multiverso y la felicidad
Lo señalado hasta aquí tiene su lugar de residencia en el universo que conocemos y hemos estudiado incansablemente desde Galileo, pasando por Monte Palomar, las sofisticadas antenas situadas en la meseta de Chajnantor (¡qué nombre fantástico!) hasta los telescopios espaciales Hubble y James Webb. La teoría cosmológica generalmente aceptada por los especialistas nos habla de un Big Bang (gran explosión) como inicio del universo. Empero, otros cosmólogos la han complementado con un Big Crunch (gran crujido), dando origen a una posible secuencia Big Bang – expansión – contracción – Big Crunch, para luego recomenzar con un Big Bang en un ciclo infinito.
Pero estas teorías se refieren al universo que conocemos. ¿Es posible la existencia de universos paralelos al nuestro, que no podemos percibir? El tema es antiguo. En 1895 William James propuso la existencia de un “multiverso”, un conjunto numeroso de universos paralelos.
James fue seguido por discípulos entusiastas: por ejemplo, Tegmark postuló la presencia de cuatro tipos (“niveles”) de universo y Anderson, basándose en la teoría de cuerdas, fue más lejos, estimando que puede haber 10 elevado a 500 universos (un uno seguido de 500 ceros). Dado que no me siento constreñido por ninguna teoría en particular y que ya cometí la osadía de improvisar una definición de tiempo, propongo que existen infinitos universos paralelos. ¡Qué le hace el agua al pescado! Constato que la “teoría M”, de Witten, admite esta posibilidad.
Mi propuesta está animada por la mejor de las intenciones: si existen infinitos universos, quiere decir que cualquier sueño, deseo o ficción que un ser pensante pueda concebir, lleno de belleza, amor, armonía, plenitud y felicidad, es no sólo posible, sino real. Está ocurriendo en algún universo en este instante y de manera permanente. En lenguaje poético:
Ser feliz porque toco
tu rodilla
y es como si tocara
la piel azul del cielo
y su frescura.
Lástima que Neruda se me adelantó con esta idea.
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Luis Cifuentes Seves fue académico por vocación y escribe por compulsión. Su libro más reciente es “Mi catedral todavía está ahí”, Cuarto Propio, 2023.
Santiago de Chile, 23 de junio 2024
Crónica Digital