Mi padre me llamó por el teléfono fijo y con una voz más animada que de costumbre. Ello, en circunstancias que tengo sentimientos encontrados cuando lo escucho animado. Apuntó que llevaba algunas cosas para comer, pero que faltaba postre, por lo que debería tener algo para la cena. Seguramente traería cervezas y me contaría de qué se tratan los toques de queda, la represión militar y los salvoconductos.
Ese sábado 19 de octubre de 2019 se decretó toque de queda en provincias de Santiago y luego en otras capitales regionales donde el movimiento social más importante de los últimos 30 años dejaba al mal gobierno en el precipicio mismo de la legitimidad.
Cuando llegó, me abrazó más fuerte de lo normal. Mi pareja se despidió algo sobresaltada: con mucha preocupación iría a pasar ese toque de queda en casa de sus padres. Quedaban un par de horas para el toque de queda y salimos con mi padre a comprar en nuestro barrio del sector poniente de Santiago. Ahí, en una esquina de Las Torres, encontré a unos vecinos encendiendo un cigarro en la llama leal de una barricada. Me trataron de hippie al no querer avivar las llamas, pero colaboré en pintar un lindo lienzo que demandaba la renuncia de un mandatario vestido de dictador y que esa noche sacaría los militares a la calle.
Me invitaron a cacerolear después del toque de queda. Ahí el rostro de mi padre cambió y nos volvimos a casa. “No sé regalen”, les dijo. Llegando a casa el Simón, adolescente que vive en las calles, nos pidió unas monedas. Le pregunté dónde pasaría la noche. “En la sede yo creo, pero no sé qué tanto pase”, dijo con tranquilidad.
Cuando nos pusimos a conversar, mi viejo contó los actos salvajes que le obligaban a hacer en el servicio militar en plena dictadura. Criar un perro pequeño y luego matarlo. “Esos hombres son sádicos, enfermos sin alma vacíos de espíritu”, dijo en su fervor de catolicismo místico. “¿Qué va a pasar ahora?”, le dije. No supo responderme
Comimos, lo abracé, me miró y cuando supo que saldría me recordó traer postre. Sonreímos.
Me encontré con vecinos de tantas pichangas en la misma barricada. “Buena, hippie”, me gritaron. De fondo, el ritmo de cacerolas que cantaban en cada antejardín. En eso vimos pasar rauda una patrulla hacia la avenida principal. Algo había pasado. Luego supimos de los saqueos y la quema del Metro. Quedaban minutos para el toque de queda y la cosa se ponía más tensa y la comunidad continuaba en las calles. El Pablito me pidió que lo acompañara a un local a comer unas papas fritas, y ver las noticias. Nos atendió una señora que dijo ser la dueña. Estaba a punto de cerrar, pero accedió a atendernos porque teníamos cara de “niños buenos”, dijo.
Las noticias anunciaban la salida del fantasma pinochetista en tanquetas repletas de pelados que pudieron ser nuestros vecinos. La señora nos debió tomar por otra cosa y empezó a hablar mal del movimiento social. Le dije que me parecía justo el enojo ante la burla de la minoría que nos tiene en pésimas condiciones, que ni con militares nos detendrían. Mi compadre despotricó y avaló la lucha social, porque “no estamos para subvencionar la vida de tres Luksics”, porque “si nos vamos a cresta para el pueblo no habrá mayor diferencia pues ya estamos en la mierda y sabemos ser solidarios”. La dueña nos pidió que ayudáramos a cerrar. Le dibuje un cartel que decía: “Newen pueblo. Este negocio los apoya”. Nunca saquearon ese restaurante de palmeras eléctricas que nos dio la noticia de que ya estábamos en toque de queda.
Caminamos tranquilos hacia la Villa. La oscuridad parecía que vendría acompañada de miedo, pero veíamos a vecinos reunidos alrededor de una mesa, bebiendo como un sábado cualquiera e incluso haciendo asados en las calles. El Pablo le dio al Simón vagabundo las papas fritas que sobraron para que comiera y cada uno se fue para su casa. Llegué pasada la hora del toque de queda, mi viejo estaba preocupado pero con una botella de vino abierta se puso comprensivo. Me agarró del brazo, exclamó algo inentendible y me sirvió un vino. El ruido de las cacerolas no se detenía.
A la mañana siguiente despertamos con la infame noticia de que al Simón lo habían reventado a lumazos por estar en la calle en toque de queda. Le dejaron un brazo inutilizable y la cara llena de moretones. “Esos milicos se la ganan con los chicos”, me dijo, mientras se lo llevaban a un consultorio. Supimos de muchos otros que habían sido apaleados en el barrio. Y llegaban las primeras noticias de muertes. Pero ahí estábamos: dulces de lucha, resistiendo sin miedo ante los admiradores del terrorismo de Estado, entre amigos, familia y vecinos. A pesar de la tensión y del horror, terminamos compartiendo un plato de comida con el viejo y con los vecinos, hablando de la contingencia y sobre todo descuerando al Presidente que nos declaró la guerra. Nos sentíamos livianitos, satisfechos, mirándonos a los ojos, agradecidos de estar con vida el día siguiente de que un toque de queda amenazara con quitarnos la juventud de nuevo. No lo consiguieron, porque la ternura de la unión de los humildes es más fuerte que la violencia de los poderosos hecha ejército.
Por Miguel Echeverría. El autor es Progresista y Cientista Político.
Santiago, 7 de febrero 2019.
Crónica Digital.