Durante el 2018 fuimos protagonistas y testigos de masivas movilizaciones feministas, que impactaron a la sociedad chilena, especialmente las que se verificaron en el ámbito de la educación superior. Sin duda constituyeron un gran avance, pero transcurrido casi un año constatamos que el machismo y la misoginia, ingredientes básicos de la violencia contra las mujeres, están lejos de erradicarse de nuestro país y más bien han surgido expresiones aún más virulentas y organizadas. Por consiguiente, el incentivo es aún mayor para movilizarse este próximo 8 de marzo.
Sobre todo, si a esto sumamos el reciente descubrimiento del sitio web para misóginos Nido, el linchamiento por redes sociales de una comedianta calificándola de ‘feminazi’, y el burdo acoso a una diputada por haber vacacionado con un amigo, también parlamentario. Lo asombroso de estos dos últimos casos es que una buena proporción de atacantes eran mujeres y que el diputado varón pasó desapercibido. Estas expresiones de ciber acoso, no son simple manifestación del machismo imperante en nuestro país, son también una acción concertada e inducida desde grupos y caudillos extremistas, que buscan hacer retroceder en toda la línea el protagonismo de la mujer en la promoción de sus derechos.
Si recordamos lo ocurrido el 2018, nos encontramos con estudiantes organizadas, apoyadas por movimientos provenientes de la diversidad sexual y de género, así como por diversas organizaciones de la sociedad civil, paralizaron sus lugares de estudio, exigiendo una educación no sexista y la erradicación de la violencia de género y el acoso sexual instalados al interior de las casas de estudio. Se buscaba resguardar de manera efectiva la integridad de las mujeres y de la comunidad en general, restituyendo los derechos de todas y todos las y los sujetos que hubiesen resultado vulneradas o vulnerados en sus derechos.
Un aspecto que resulta central en el cambio que nuestra sociedad necesita para no repetir lo anteriormente descrito, pasa por la educación, por repensarla, apuntando a la defensa y promoción de ciertos derechos y principios fundamentales provenientes del mundo de los derechos humanos, que puedan constituir las bases para la construcción de una política educacional no sexista y no discriminatoria, en términos más amplios.
Aún permanece en la memoria de los chilenos la ‘Revolución Pingüina’, como un gran estallido de protesta social emprendido por los estudiantes secundarios, movilizados tras el objetivo de transformar la educación desde un bien de consumo hacia un derecho social, tal como ya se venía consagrando desde varias décadas atrás, en diversos tratados de derechos humanos suscritos y ratificados por Chile. De manera análoga, hoy se promueven en diversos establecimientos de educación superior reformas que atañen directamente a los derechos de las mujeres y de la diversidad sexual/de género; los que podrían ser abordados desde un enfoque de derechos humanos.
Para erradicar la desigualdad de género que han experimentado históricamente las mujeres y las comunidades de la diversidad sexual, es preciso erradicar la intolerancia, la discriminación y la desigualdad. Promover mediante acciones directas la igualdad de género al interior de las instituciones pasa por mirar estas pedagogías que se piensan y aplican a partir de un enfoque de derechos humanos mayor. Porque una educación no sexista no solo se ocupa de no discriminar por el sexo, género o por cualquier otro motivo. Es una educación que se co-construye abriendo espacios deliberativos, democráticos, para todos sus actores; una educación que no promueve el individualismo, ya suficientemente promovido por esta sociedad, sino la colaboración mutua; una educación que no soslaya aquellos temas que son urgentes o que provocan el disenso al interior de los distintos grupos. Da cuenta de una sociedad que sabe convivir con sus diferencias.
La tolerancia es una disposición básica para el respeto de los derechos humanos. Tal como establece la Declaración de Principios sobre la Tolerancia, impulsada por UNESCO, ésta radica en aceptar y reconocer la diversidad de culturas, formas de expresión y modos de ser y estar en el mundo. Para ser tolerante, es preciso conocer y dialogar con horizontalidad y apertura de mente, aunque difícilmente sin prejuicios. Esto no representa solo un deber moral, como señala la mentada declaración, “sino además una exigencia política y jurídica”. Sin embargo, y ante todo, la tolerancia implica “una actitud activa de reconocimiento de los derechos humanos universales y las libertades fundamentales de los demás”.
Respecto de la situación particular de las mujeres, podemos afirmar que es uno de los grupos históricamente discriminados y que, a pesar de constituir una discriminación que se ha hecho visible en el ámbito público, tiene una raigambre cultural, social, institucional y económica de larga data, que requiere de acciones certeras para deconstruir. Comprender y abordar el fenómeno de forma interdimensional e integral representa un camino para ir derribando los estereotipos asociados a los roles de género, al igual que la condición de inferioridad de las mujeres respecto de los hombres. El mismo Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) señaló en su Informe 2017 que, a pesar de ser un tema visibilizado, la igualdad de derechos de la mujer aún involucra una discriminación que se manifiesta de modo estructural en el Estado, instituciones privadas y públicas, medios de comunicación y publicidad (1). Los principales focos de desigualdad y discriminación hacia las mujeres se encuentran en el mundo laboral, en las brechas salariales y acceso a cargos de responsabilidad; en la seguridad social, particularmente en lo que a sistema previsional y planes de salud respecta; y en los medios de comunicación, especialmente en la representación de lo femenino en la publicidad. A ello, debemos sumar la situación de discriminación múltiple que sufren mujeres indígenas y migrantes (Informe INDH 2017).
Volviendo al propósito inicial de construir una política que promueva la igualdad de género en todos los ámbitos alrededor de nuestra comunidad, identificamos ciertas prácticas transversales que pueden cimentar la construcción de una educación no sexista, por ejemplo, mediante la generación de espacios más democráticos, deliberativos críticos y colaborativos. Estos adjetivos no son usados al azar. Condensan un profundo trabajo en educación y derechos humanos, cuyos referentes encontraremos en nuestro país en los sitios de memorias, universidades y espacios de educación popular y comunitaria. Un Chile que cuenta con exponentes como el Premio Nacional de Educación Abraham Magendzo, pero por sobre todo con organizaciones y activistas de la sociedad civil que, con más o menos tiempo de existencia, han emprendido una ardua lucha en la reivindicación de los derechos de las mujeres, como MEMCH, la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres y el Observatorio contra el Acoso Callejero, por mencionar solo algunas.
Por Mariana Zegers Izquierdo
Secretaria General
Corporación Parque por la Paz Villa Grimaldi
[1] La discriminación estructural refiere a aquellas prácticas enraizadas en las instituciones sociales que reproducen “las desigualdades entre hombres y mujeres, legitimando un conjunto de prácticas discriminatorias y, en algunos casos, violentas” (Informe INDH 2017).
Santiago de Chile, 7 de marzo 2018
Crónica Digital