Por Pablo Salvat*
Con el estallido social de octubre del 2019 se cuestionaron la mayoría de las instituciones que ordenan la actual vida económica, social y política del país. La mayoría de ellas, recibe un importante voto de desconfianza y desaprobación. Cuestionamientos que han seguido presente sumándole ahora, la pandemia del covid-19, sus consecuencias y modos de enfrentarla. Sin embargo, da la impresión que en el ámbito cultural y educacional, la consideración de las universidades se deja por ahora al parecer, entre paréntesis.
Con todo, su accionar ha estado en cuestión hace bastante tiempo. Dos flancos eran realzados: uno, el tema del lucro con la educación superior; el otro, la cuestión de la privatización de la educación pública. Esas reclamaciones, muchas veces no han tenido suficientemente en cuenta que, las UES no pueden estar al margen del proceso de modernización neoliberal iniciado a fines de los setentas. Esto quiere decir que, el modelo universitario, sus formas de organización interna y de financiamiento, su orientación pedagógica y temática, no están al margen del proceso de globalización neoliberal, al cual han adherido alegremente las elites del país. Es importante ver esto: la modernización neoliberal no afecta únicamente al sistema económico y político-administrativo. También tiende a “colonizar” la dimensión sociocultural, y allí, el espacio educacional.
Uno de los rasgos distintivos de esta globalización neoliberal está en el predominio en su interior, de una racionalidad de cálculo costo-beneficio, la que se traduce en que el sistema educacional tiene que ser funcional a las empresas, los mercados de trabajo, la sociedad, el “sistema”. Es decir, funcional al modelo globalizador de mercado impuesto desde fuera del país y más allá de la soberanía popular. La así llamada “economía” del conocimiento, acompañada del leitmotiv de la “excelencia” generan, lo que algunos llaman “el nuevo espíritu del capitalismo universitario”.
Ese “nuevo espíritu” encontrará su traducción en los documentos ministeriales y de gestión universitaria con una serie de términos que invadirán y normarán tanto la docencia universitaria, como la investigación, los desempeños y la evaluación de la gestión: índices, rankines, puntos, competitividad, rendimientismo, prestigio de la marca, innovación, etc. Una creciente y delicada “cuantofrenia” pasa a dominar el espacio docente, las evaluaciones, la creación intelectual y sus modalidades de ejecución. Claro, para controlar y medir esos indicadores se necesitará una espesa burocracia, desde el Mineduc a las universidades, la cual pasará a determinar desde fuera, tanto la docencia, la investigación como el autogobierno de las UES. Y, como no, su financiamiento. Y lo peor, será entonces determinante. Luego, no es extraño apreciar -como muy bien lo expresa el documento de colegas profesores titulado Manifiesto (La universidad que queremos. Más allá del mercado y la burocracia)- que “el fin último de la universidad será por tanto, el acreditarse para poder competir por prestigio y fondos que le permitan triunfar en el mercado de la educación superior”. Agrega ese Manifiesto que el uso de indicadores y el resultadismo tienen el problema que “se transforman en un fin en sí mismo”.
El “nuevo espíritu” del capitalismo académico, bajo la incidencia de las valorizaciones que hemos mencionado más arriba, termina enrareciendo el clima y las formas de convivencia interna en las Ues. Con lo cual se pasan a llevar unos rasgos que caracterizan a toda universidad: la cooperación, la reflexión crítica, la deliberación, la búsqueda de la verdad y la justicia, la belleza, la promoción de nuevas búsquedas y la experimentación acompasada en el tiempo.
Estos rasgos propios, no calzan en el encuadramiento evaluativo inmediatista que hace el Mineduc. ¿Por qué? Porque muchos de ellos no pueden ser “medidos”: no pueden ser traducidos a puntos, números o impacto inmediato. Es decir, una cuantofrenia simplificadora y unidimensional. Estos cambios, han afectado a profesores, estudiantes y funcionarios. Así como también de manera especial, a las Ciencias Sociales y las Humanidades (arte, filosofía, literatura, historia); las cuales no pueden someterse a los criterios de funcionamiento del mercado y la tecnociencia. Y si lo hacen, se desnaturalizan.
Por cierto, hay que decirlo, todas estas “novedades” en la educación superior no han sido obra de la imaginación nacional. Son réplicas, de la imposición que ha logrado el Plan de Bolonia (99/2000) en la Unión Europea y organismos como la OECD, entre otras, a la cual este país pertenece. Su traducción, entre nosotros no ha sido debatida críticamente, sino más bien, se asume bajo el leitmotiv: es lo que hay pues. Esta globalización conducida desde el Norte rico, coloniza también la educación en general en nuestros países: calco y copia.
No tenemos más espacio para examinar cada punto en detalle. A partir de lo dicho surge entonces la interrogante: bueno, pero ¿qué es o debe ser la universidad? Es importante recoger esta pregunta, tanto de cara al proceso de discusión de una nueva Constitución, como de la actual creciente crisis del modelo de globalización neoliberal. Lo que sí creemos muchos colegas, es que en vez de una universidad de gestores que “administre el presente”, tendríamos que pasar a una en la cual se piense, se imagine y pueda crearse un futuro…
* Licenciado en Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Doctor en Filosofía Política de la Universidad Católica de Lovaina, Bélgica.
Crónica Digital
Santiago de Chile, jueves 29 de abril,2021