Por Paula Medina
Investigadora Facultad de Derecho, U.Central
Hemos convivido los últimos meses con paros y tomas masivas de edificios escolares y universitarios, a raíz de las demandas feministas. Más allá de la novedad -y legitimidad- del contenido e inspiración de estas manifestaciones, llama la atención dos aspectos de su forma.
Primero, son grupos que en general se organizan al margen de los tradicionales estamentos de representación estudiantil, como los centros de alumnos o las juventudes políticas. Segundo, vienen a confirmar una tendencia que se arrastra ya hace varios años: los estudiantes escalan rápidamente hacia las acciones más extremas de reivindicación, a veces incluso sin agotar o probar alternativas como la elaboración de petitorios e instancias de negociación, mesas de diálogo con las autoridades, u otras formas de manifestación al interior o exterior del aula. Lo que es más, en algunos casos todas estas estrategias vinieron en forma posterior, mientras las tomas ya se habían producido.
¿Por qué recurren tan rápidamente a medidas de fuerza extrema como la toma? Las razones seguramente son de variada índole, aquí solo asomo una, quizás la más obvia, y que tiene que ver con un profundo cambio generacional que marca un modo de relación muy distinto entre el mundo juvenil y el adulto.
Los adultos o viejos, crecimos en una cultura en la que siempre saludábamos y respetábamos a los padres y abuelos, aunque el respeto a veces se confundiera con miedo. Siempre les dimos el asiento. La sociedad se sustentaba en pilares donde gente grande representaba o parecía representar autoridad, respeto, solvencia, sabiduría. Nadie dudaba de la imparcialidad de un obispo en un problema social. Nadie objetaba que mediaran políticos frente a un conflicto estudiantil. Ni que los profesores (que ahora son justamente los acusados) fueran el puente para establecer el diálogo entre alumnos y rectores de universidades o directores de liceo.
Pero los adultos y viejos nos fuimos quedando en silencio. Por un lado, el dinero se fue apoderando de todos los espacios y fue comprando procedimientos. Todos empezamos a dudar de todos. Nos hicimos desconocidos. La verdad tuvo precio y los diarios empezaron a mentir. La pos-verdad es sólo la definición de algo que ya vivíamos hace rato. Los robos se volvieron transversales. Los ricos robaban a los pobres y los pobres los volvían a elegir como sus representantes. La democracia se empezó a fundir y a confundir con acciones de un directorio. La democracia, que en realidad no se hizo para todos, empezó a mostrar su verdadera alma. La iglesia y sus representantes también nos defraudaron.
Cuando no hay adultos confiables, ni referentes, ni personajes ‘grandes’, ni menos instituciones limpias, no queda mucho margen de acción, ni con quien sentarse a conversar… y los jóvenes lo saben.
Santiago de Chile, 28 de junio 2018
Crónica Digital