PRUEBA INICIA: MALOS RESULTADOS Y TAMBIÉN MALAS SOLUCIONES.

Nuevamente los resultados de algún instrumento de evaluación nos machaca la archisabida mala calidad de la educación en Chile. Esta vez se trata de la prueba “Inicia”, instrumento que mide los conocimientos disciplinares y pedagógicos de quienes han egresado de las instituciones que forman profesores en nuestro país.

El resultado es brutal: en promedio un 60% tuvo rendimiento insuficiente, lo cual permite concluir que la gran mayoría de quienes rindieron la prueba no manejan los conocimientos fundamentales que hacen posible ejercer en el campo profesional. De hecho, la mayor parte de los promedios están bajo el 50% de logro y en algunos niveles o materias se sitúan en torno al 30%. Esto significa que la gran mayoría de quienes rindieron la mencionada prueba están más que reprobados, a pesar de estar ya egresados y “listos” para ejercer su profesión.

Existe sin embargo un problema que condiciona esta conclusión: la participación en ella fue voluntaria y quienes la rindieron no sobrepasan el 14% de los egresados, por lo que sus resultados no son estadísticamente representativos y, por lo tanto, no permiten establecer un juicio generalizable sobre la calidad de la formación entregada en por el conjunto del sistema. Vale decir, todo el esfuerzo y la inversión realizada no otorgan la posibilidad de obtener información específica que permita diagnosticar adecuadamente y construir políticas en esta materia, por más que intuitivamente consideremos verosímil el resultado general.

No obstante, el tema de fondo es otro, y tiene que ver con el sentido mismo de esta prueba, con su nivel de pertinencia y validez como mecanismo de evaluación externa de la formación inicial docente en Chile. A todas luces carece de sentido aplicar una prueba al final de un proceso, cuando la inversión ya está hecha y no hay posibilidad de revertir los resultados. Por ello, es una mala política pública apostar a ciegas o dejar hacer y luego evaluar para esperar qué ocurre; en tal sentido,  la medida termina siendo un mecanismo más de validación de la libertad de enseñanza que un elemnto de corrección.

La prueba Inicia es también un instrumento de escasa validez como predictor de la futura calidad docente. No puede predecir porque no evalúa las dimensiones fundamentales que están involucradas en el ejercicio profesional, principalmente la relacionada con el desempeño. Efectivamente, sólo mide conocimientos adquiridos sobre ciertos ámbitos del saber profesional, pero no el modo en que se puede desenvolver un egresado frente a situaciones de ejercicio real de la docencia. En este sentido, es completamente errado sostener que un alumno estudioso, que tenga comprensión de ciertas materias pueda ser efectivamente un buen docente, cuando lo que está involucrado en esto último es un conjunto de capacidades y disposiciones que sobrepasan el mero conocimiento y que se refieren a ámbitos vocacionales, socio-comunicativos o valóricos y  de interpretación, diseño y ejecución a partir de múltiples referentes y situaciones contextuales diversas, etc.

Un alumno brillante que no sea capaz de comunicar adecuadamente a niños, que no empatice en situaciones relacionales y humanas complejas o que  no pueda construir conocimiento desde el diálogo con personas no expertas (entre otras tantas situaciones de desempeño), podrá rendir muy bien una prueba de conocimientos, pero no será necesariamente un buen profesor.

Desde allí, la obligatoriedad de la prueba como la solución propuesta por el MINEDUC, sólo generará un espejismo de lo que pudiera ser un futuro buen desempeño profesional. Para que tenga cierta validez tiene que cambiar aquello que se evalúa con el propósito de determinar con mayor claridad el carácter predictor de la prueba. En este sentido -y valga la pena decirlo- evaluar el desempeño no es algo imposible y hay múltiples formas de hacerlo. Se puede, por ejemplo, considerar el reporte final de la práctica profesional (que responde a situaciones variadas de ejercicio profesional guiado) como un elemento significativo de la evaluación, asignándole un porcentaje relevante del total de las ponderaciones y, junto a la medición de los conocimientos indispensables, configurar un juicio más completo.

Tampoco se resuelve mucho con aumentar el puntaje PSU al ingreso. Es errado también creer que el problema se arregla con elevar los requisitos de selección si esto se apoya en las variables selectivas de la PSU. Esta medida en sí misma no tiene mayor valor, porque finalmente es el mismo paradigma cognitivo-contenidista que está  a la base del juicio, el que no da cuenta del desenvolvimiento en el plano de la actuación de un sujeto profesional, en cuanto capacidad de movilización de saberes y de una reflexión situada, cuestión que requiere fórmulas particulares más que respuestas de manual o preestablecidas.

Abordar el problema desde la raíz -junto con cambiar el carácter del instrumento- implica intervenir en el proceso de formación propiamente tal, propiciando la instalación de contenidos, metodologías y circuitos de trabajo adecuados y fundamentos adecuados. Este es un tema que no se quiere tocar porque supone cuestionar  uno de los principios del sistema educativo actual, cual es la libertad de enseñanza, principio que otorga la potestad a los proveedores privados de los servicios para conducir la formación como mejor les parezca. Recordemos, por ejemplo,  que los estándares de formación inicial que se han estado aprobando no tienen carácter imperativo; son sólo recomendaciones.

Que no se quejen entonces las autoridades, porque mientras exista un modelo de formación docente bajo lógicas de mercado, lo que ocurra al interior de las instituciones dependerá de la voluntad de cada entidad particular; difícilmente la regulación formal podrá enfrentar exitosamente esta situación, pues no hay en juego principios ni orientaciones comunes y obligatorias.

No es entonces la selección al momento del ingreso -basada en conocimientos- ni el castigo al final de los egresados de pedagogía (inhabilitándolos para ejercer) lo que va a cambiar las cosas en educación. Tener mejores profesores pasa, más bien, por cambiar el modelo de formación docente, modificando las condiciones, requisitos y orientaciones del proceso, no como simples recomendaciones, sino como políticas de carácter público que respondan al interés nacional y que condicionen la existencia misma de los programas académicos.

Debe producirse, además, una evaluación intermedia que permita corregir el rumbo a tiempo y propiciar un concepto de formación docente pertinente para los desafíos del país en este ámbito. No sólo no basta con que sean sólo conocimientos, sino que estos tienen que responder a enfoques actualizados y orientados a producir una profesión reflexiva, autónoma y fundada en principios humanistas, democráticos e inclusivos.

En el marco del actual gobierno y del consenso duopólico, dada la persistente presión social, pareciera haber interés por intentar regular en alguna medida la formación de profesores, pero no la voluntad política para cuestionar la libertad de enseñanza como el principio sagrado en esta materia. Cuestionar aquello significa crear un Sistema Nacional de Formación Docente, de carácter público, con instituciones y mecanismos estatales fortalecidos y en donde la participación de instituciones privadas esté condicionada al cumplimiento de los requisitos definidos por la deliberación ciudadana. Para ello se requiere por cierto, un gobierno, una constitución y formas de participación de nuevo tipo.

 

Miguel Caro R. Profesor.

Director Departamento de Educación Universidad Arcis.

@miguelcaroramos

Santiago de Chile, 27 de agosto 2013
Crónica Digital

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