LOS DOS FAULKNER

Bajo el mítico sol de Yoknapatawpha, cruzando el ancho cauce de un Mississippi levemente quimérico, habita resignado por los siglos de los siglos el rebaño humano de William Faulkner, un Dios antojadizo, implacable, seductoramente poético y brutal, como cualquier Dios que se respete.

Sin embargo, hay quienes afirman que el tal Faulkner nació el 25 de septiembre de 1897 en New Albany y que, sobre todo, ya murió: el 6 de agosto de 1962 en Byhalia. Y no les falta razón.   Porque William Faulkner, el hombre, gastó casi toda su existencia de un pueblo a otro, sobre todo en uno de nombre lustroso y mustia realidad: Oxford- del agridulce estado sureño de Mississippi-, Estados Unidos.

A Faulkner, el hombre, es fácil imaginarlo allí, en su estudio de Oxford, en el Sur, gastándose en la tarea de escribir esas novelas que le ganaron la envidia o la admiración de sus contemporáneos: Sartoris (1929), El ruido y la furia (1929) -una cita de aquel loco de Shakespeare-, Mientras agonizo (1930), Santuario (1931), Light in august (1932), ÂíAbsalom, Absalom! (1936), Los invictos (1938), Las palmeras salvajes (1939), Desciende Moisés (1942) o Intruso en el polvo (1948).

Cualquiera, con una millonésima parte de su talento, puede ahora mismo observar a Faulkner garrapateando las cuartillas de Pylon (1935), El villorrio (1940), La ciudad (1957), La mansión (1959) -esos otros tonos de su gran concierto novelístico-; verlo escribir ese relato magnífico, El oso (1942), o ese otro insuperable, Una rosa para Emily (1930); sorprenderlo en el íntimo acto de espiar a Miss Zilphia Gant (1932).

Hay quien podrá incluso atisbar en su rostro una mínima, aviesa, alcohólica sonrisa luego de ganar el Premio Nobel de Literatura (1949) o su primer Pulitzer (1955), concedido por Una fábula (1954), mientras el segundo llegaría un año después de su muerte gracias a Los rateros (1962).

Pero del lado de allá de sus ficciones Faulkner -ya se sabe- es otra cosa: el Dios Todopoderoso de un mundo turbiamente místico. Su Voluntad es la voluntad de cada peregrino que fatiga sus pasos en la carretera serpenteante. Es el soplo vital y la exhalación postrera del propietario venido a menos, el granjero hirsuto, el negro de belfo hinchado, el rústico mozo de cuerda, la viuda de carnes secas y húmedos misterios o el pastor que atraviesa las calles rumiando su misa del próximo domingo.

No es más ese tipo canijo que fuma una pipa en alguna fotografía de tinte sepia: el esposo de Estelle Oldham; el bisnieto de William Cuthbert Falkner -oficial de la Guerra de Secesión a cuyo apellido restituyó la «u»-; el veterano de la Gran Guerra -que jamás peleó-; el joven carpintero, pintor de techos, cartero, periodista; el poeta mediocre de El fauno de mármol (1924); el guionista ocasional hipnotizado por el oro judío del Hollywood clásico.

El Creador del «territorio mítico» de Yoknapatawpha -inspirado en el condado real de Lafayette- es un Ser contradictorio que suele ocultar su amor -¿indescifrable?- en la inocua sordidez de un carromato uncido a una mula enferma, el quejido ronco de un aserradero distante, la sorda decadencia de un granero abandonado o la estúpida cara de viejo de un niño sucio, mitad blanco, mitad negro, mitad indio, mitad fantasma, tan parecido al resto de la humanidad.

La galería de sus personajes es interminable. Pero todos, el coronel Sartoris -encarnación literaria del bisabuelo Falkner- o su hijo Bayard, Temple Drake o Popeye, Lena o Christmas, Benjy o Caddy, el cara de palo Jewel, la desesperada Dewey Dell, el loco Darl o el pequeño Vardaman; cada uno, sin excepción, no es más que una pieza en el juego caprichoso de este Señor, incansable en eso de prodigar miserias.

El hambre, la violencia, el fanatismo, la humillación, la enfermedad, la locura o la idiotez, y todas las demás variantes del infortunio son las ruedas dentadas que mueven la acción en el mundo faulkneriano.

A Faulkner, el hombre, le gustaba hablar de Faulkner, el Dios, como de sí mismo y en cierta ocasión dijo: «Simplemente imaginé a un grupo de gente, los sometí a las simples catástrofes universales de la naturaleza, que son el diluvio, el fuego, y les inventé un simple motivo natural para darle dirección a su progreso».

Así de simple. Otra cosa es que los críticos de medio mundo hayan escrutado su mágica percepción de la realidad, su narrativa coral, la compleja arquitectura de sus argumentos, su enrevesado, barroco estilo para hacer de Faulkner el hijo literario de James Joyce y Marcel Proust, el rival de Ernest Hemingway o el padre anglosajón de Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y el resto del Boom Latinoamericano.

Él, por su parte, admiraba a Chejov, a Joyce y a Mann, pero el «padre»  de su  «generación de escritores norteamericanos» -aseguraba- fue Sherwood Anderson. Aunque su genealogía era ciertamente breve: «(Theodore) Dreiser es su hermano mayor. Y Mark Twain el padre de ambos».

Ocurre que ni siquiera William Faulkner, el hombre enteco de cinco pies y cinco pulgadas, estaba demasiado interesado en estas cosas. Confiaba en el Otro; en su estirpe maldita -la de los Sartoris- y en su condenada Yoknapatawpha.

«Me gusta pensar en el mundo que creé como en una suerte de piedra angular de un universo; si se quitara esa piedra, pequeña como es, el universo entero entraría en colapso», decía así, modestamente.

Santiago de Chile 4 de octubre 2012
Por Jesús Adonis Martínez (P.L.)
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