El diagnóstico de depresión es uno de los grandes males de las últimas décadas; ha sido considerada una epidemia que afecta a millones de personas. Según la Organización Mundial de la Salud, en el año 2020 será la segunda enfermedad más frecuente en el planeta. Lo complejo es que nuestra civilización se caracteriza por ciertas exigencias que son un caldo de cultivo para que la depresión prolifere.
Vivimos de una manera distorsionada una dimensión del ser humano que consiste en competir consigo mismo y con los demás. El filósofo coreano Byung Chul-Han habla de la “sociedad del cansancio”, caracterizada como una era del rendimiento, y de la auto-explotación. Esta nueva cultura según Han emergió después de finalizada la guerra fría e instala un sistema de auto-explotación favorecido por el neoliberalismo en que el ser humano se transforma en emprendedor de sí mismo, auto-explotado, volcados al imperativo del rendimiento y del consumo.
Ello, lejos de jugar a favor del individuo, opera en su contra, manteniéndolo en una extrema tensión, que a la larga se hace insoportable. La persona auto-exigida se derrumba, cae en una sensación de falta de ganas, de letanía, de dificultad para levantarse, irritabilidad, de problemas de sueño, y otros síntomas más, que los especialistas diagnostican como depresión. Pero, a ojos del cuerpo, no es otra cosa que una transitoria tregua para seguir sobrellevando las exigencias exorbitantes que nos autoimponemos.
Si bien la competencia pareciera ser favorable para el proceso productivo, ello no es tan claro, en tanto ese proceso no es bien logrado si quienes deben producir se deprimen. El vivir compitiendo con nosotros mismos y con los otros rompe nuestros ritmos vitales, ignorando por completo antiguos saberes que inducen a encontrar el propio ritmo, el del prójimo y el de la naturaleza, estando los tres en equilibrio.
La exigencia no para ahí; necesitamos rendir más y obtener más bienes, tanto para nosotros mismos como para nuestro grupo social. Ello hasta que colapsamos. Y eso es lo que con frecuencia sucede. En la búsqueda frenética por el mayor rendimiento, nos exigimos y exigimos hasta que llega el momento en que se cae de manera abrupta en la depresión o en alguna enfermedad psicosomática. Ni siquiera nos damos cuenta de que vamos a desembocar ahí. Obsesionados por cumplir las metas que nos han y hemos fijado, no tenemos clara consciencia de lo que le ocurre a nuestro cuerpo. De pronto y sin saber bien cómo, sentimos que ya no podemos seguir en la alocada carrera autoimpuesta. Entonces, como dice Sartre: “el universo se torna mortecino, su estructura se hace indiferenciada; el mundo se convierte en algo espantoso e ilimitadamente monótono, en una inmensidad mortecina; se impone en nosotros el cero afectivo”.
¿Será posible tomar alguna medida que nos alerte para escuchar a tiempo nuestro cuerpo y parar antes de que nos veamos invadidos por la depresión?
PorAna María Zlachevsky
Psicóloga y decana de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Central
Santiago de Chile, 20 de julio 2017
Crónica Digital