A mis 30 años, yo estaba haciendo trabajo posdoctoral en la Facultad de Ciencias de la Chile, pero pasaba buena parte de mi tiempo en las cercanías de Plaza Italia, y en particular, en calle Lastarria.
Resulta que en mi deambular por lugares alternativos de Santiago, había conocido a una joven dama, muy hermosa e inteligente, que estaba haciendo un doctorado en filosofía en la Universidad Católica.
Para mi sorpresa, los padres de esta niña eran acaudalados y le habían regalado un departamento en el décimo piso de un edificio residencial, casi frente a “La Cato”. Constaba de un dormitorio amplio con baño en suite, un living comedor compacto, una pequeña cocina bien equipada, un clóset grande, un balcón y una loggia.
Como no había estudio, Bernardita había puesto su escritorio, con computador e impresora, en el espacio que quedaba a los pies de su cama king size, frente a un ventanal.
Debo aclarar que yo no andaba tratando de conquistar a esta damisela (26 años), sino que teníamos una relación ya ejecutoriada. ¿Okey?
Bueno, era, aparte de hermosa, algo más alta que yo (la historia de mi vida), de modo que cuando nos paseábamos por calle Lastarria buscando un lugar donde comer, adoptábamos una postura que trataré de describir: ella, parada a mi derecha, me rodeaba los hombros con su bracito izquierdo dejando caer su bella manito sobre mi clavícula izquierda. Yo se la tomaba con mi mano izquierda. Por mi parte, yo la abrazaba por la cintura con mi brazo derecho y ella me tomaba la mano con su manito derecha.
¿Simpático, inofensivo, dirán ustedes? Nada de eso. Esta postura era (y sigue siendo) una llave de jiu-jitsu filipino potencialmente mortal, llamada magsaysay. ¿Cómo así?
Resulta que, si yo me dejaba caer sobre ella hacia mi derecha, o si ella se dejaba caer sobre mí hacia su izquierda, el golpe en el suelo podía quebrar huesos esenciales que perforaran órganos vitales y la muerte sobrevenía en pocos minutos debido a una severa hemorragia interna.
Por cierto, estábamos muy conscientes del riesgo y jamás nos dejamos caer sobre el otro desde esa posición.
Un día, Bernardita me reveló que su tesis doctoral tenía por título “Estudio comparativo de las filosofías de Demócrito y Epicuro”. A mí en filosofía no me pillan, así es que salté de inmediato: “¿Cómo? ¡Pero ese es muy parecido al título de la tesis de Marx! ¿No podría pensarse en una suerte de plagio?”.
Mi dama tenía esto muy bien digerido y respondió: “La verdad que no. Han transcurrido casi 150 años desde que Marx presentó su tesis, de modo que la perspectiva sobre el tema ha cambiado por completo. Imagínate todo lo que ha ocurrido en términos históricos, culturales y filosóficos. Ya que te gusta Borges, piensa un poquito en ‘Pierre Menard, autor del Quijote’ ”. Mi polola se las traía.
Bueno, después de nuestras sesiones amatorias, Bernardita solía trabajar en su tesis desnudita, exhibiendo su preciosa espalda ante mis ojos. En esos momentos yo recordaba, malgré moi, que me estaban pagando por trabajar en la Facultad, de modo que me duchaba, me vestía y corría a la calle Las Palmeras.
Un buen día, íbamos por Lastarria haciendo el magsaysay, cuando nos encontramos a boca de jarro con Alfredito Ruy Beltrán, periodista y gestor cultural, famoso por mantenerse a flote en cualquier mar. Él era mayor que yo y nos habíamos conocido en casa de amigos comunes.
Apenas me vio, dirigió sus ojos hacia Bernardita y allí, en plena calle y sin que a nadie pudiera caberle duda, enloqueció de amor. Esto le ocurría con frecuencia.
Sin quitar la vista de la dama, se dirigió a mí diciéndome: “¡Poncho! ¡Poncho! ¡Qué gusto verte! ¡Tanto tiempo!”.
“Tres años”, respondí.
“¡Poncho! Yo trabajo en el Ministerio, tú sabes ¡el Ministerio! Estoy a cargo de toda el área cultural, tú sabes. ¡Dirijo la revista del Ministerio!”. Nunca dijo de cuál ministerio, pero él es así.
“¡Tienes que escribir para la revista! ¡Se llama Cultura Axiológica!”.
“¡Ah!”, susurré en una tierna orejita, “alguien miró el diccionario para hacerse el culto”. Se tentó de la risa.
“¡Poncho! ¡Tú eres Doctor! ¡Mándame artículos de tu especialidad, por favor! Puedo publicarte uno en cada número. Yo mismo los apruebo.”
“¿Quiénes escriben allí?”
“¡Los mejores intelectuales chilenos!” y enumeró a varios personajes faranduleros y un par de políticos de poca monta.
Advertí un patrón de funcionamiento. Mi amorcito se aguantaba la risa.
“¿Y cuáles son los temas en debate?”, pregunté.
“¡Ah! Está de moda el fin de la historia. El Famoso Fukuyama. Tú sabes que el japonés dice que se acabó la historia y que nunca más habrá guerras ni grandes catástrofes. ¡Por fin buenas noticias para la humanidad!”.
Bernardita, con la boca abierta, no daba crédito a sus oídos. Dije: “Fukuyama no es japonés y me parece que no has entendido muy bien su análisis. Él habla de la historia de las ideas. Dale una repasada al tema”.
A estas alturas, la atención de Alfredito se había concentrado en las magníficas y largas piernas de mi dama. Parecía no poder concebir que le llegaran hasta el suelo.
Ella hizo una maniobra evasiva y se puso detrás de mí, mientras me abrazaba y colocaba su barbilla sobre mi hombro derecho. Quedamos cheek-to-cheek.
Me di cuenta de que, en esa posición, habíamos conjurado a un personaje mitológico del Mediterráneo Oriental: el monstruo bicéfalo. La novedad consistía en que el monstruo semita era famoso por tener dos cabezas horrendas, mientras que este tenía una cabeza mahoma y una bonita. ¡Original!
En ese momento, Alfredito miró el reloj, me pasó su tarjeta, pidió la mía, se despidió y se alejó gritando ofertas: “¡Te voy a suscribir a la revista! ¡Te voy a enviar los informes culturales! ¡Te voy a mandar entradas a todas las funciones! ¡Te voy a invitar como panelista a foros internacionales!”. ¡Filo con el huevón!
Lo contemplamos desaparecer en el gentío movedizo (lo imaginé en el rol del Dr. Chilton en la escena final de El silencio de los inocentes. ¿Muy antiguo?). Sin cambiar de posición, Bernardita preguntó en mi oído derecho: “Oye papito, este señor… ¿es enfermo?”
De pronto la luz me invadió. Esta hermosa damisela había descubierto lo que yo, en varios años, no había podido discernir. En efecto: Alfredito Ruy Beltrán era enfermo… ¡de chamullento!
Por Dr. Luis Cifuentes Seves
Profesor Titular
Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas
Universidad de Chile
Santiago de Chile, 18 de agosto 2020
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