Por primera vez rugen los motores en el Chile de 1902: la historia del automóvil en nuestro país

Sin querer mis inquietudes investigativas históricas se han manifestado sin saberlo en la crónica, género que es un hermano menor de la literatura. Pero no me impidió que esté presente la reflexión crítica social dentro del ejercicio de una síntesis pensativa inserto en un entramado de hechos históricos. El escritor de crónicas trabaja como escultor en torno a una arcilla moldeable de la memoria. Esto me motiva a dar este espacio a desarrollar mi actitud en la SECCIÓN CRONÍRETRO.

El despuntar del siglo XX en Santiago y Valparaíso mostraba algunos avances tecnológicos novedosos: el teléfono y la luz eléctrica. Esto contrastaba con el resto de los pueblos que se alumbraban callejeramente con faroles a base de metílico o con la vela o lámpara de alcohol, que brillaban en las casas. Igualmente, el caballo o el carruaje tirados por corceles era el transporte que utilizaban esos habitantes. En cambio, los capitalinos y porteños se trasladaban, aparte de los medios de tracción animal, en tranvías de dos pisos accionados por electricidad.

No obstante, un adelanto mecánico, el automóvil –vigente desde 1888– que circulaba a millares en Norteamérica y Europa, en nuestro país era un desconocido.

Recién en abril de 1902, gracias a la iniciativa de Roberto Ovalle y el ingeniero Gilberto Hodjkinson que trabajó en un taller de reparaciones de autos en Estados Unidos, dieron forma al primer automóvil en Chile. Ese mes –en un día no precisado– cruzó las calles de Graneros (Región de O’Higgins), ante el asombro de los lugareños (algunos se alejaron haciendo la señal de la cruz), como el aparato se movía lentamente, bajo un ruido ensordecedor. Ellos, meses antes, en una fundición de ese pueblo y a martillazo limpio, lograron construirlo, convirtiéndose en los pioneros.

A pesar del espanto de los vecinos, el experimento resulto un éxito: el automóvil llegaba a Chile, adelantándose por semanas a las importaciones provenientes de Francia.

El primero de los importados que recorrió las calles de Santiago, fue un “Voiturette Dahraig”, de seis caballos de fuerza y un cilindro de fuerza, de fabricación gala, adquirido por la firma Besa y Compañía, a pedido de Carlos Puelma Besa, que debutó acompañado de Antonio Cornish Besa y Juan Tapia. Esto provocó que en pocos años un grupo de capitalinos acomodados organizaran el 6 de noviembre de 1904, la primera carrera de autos para probar la potencia de sus motores.

Pero no todos se embrujaban de este progreso. El médico J. Macke, en una carta a un periódico (“El Diario Ilustrado”) en 1906 afirmaba que el automóvil generaba cambios preocupantes en el temperamento de los chilenos: “La influencia de la velocidad da por resultado una verdadera perturbación mental”.

El 2 de agosto de 1908, la Municipalidad de Santiago dictó el primer reglamento de tránsito: “Los autos no podían superar los 14 km/hora en el radio urbano”, transitando entonces cerca de 60 vehículos. Los jóvenes de la alta sociedad circulaban en los Vandoket Praethon, pero fue el Ford T el que revolucionó el mercado mundial a partir de 1908. Su fabricación en serie (ideada por Henry Ford) lo hacía más barato que otros modelos y era más fácil de reparar. Entre 1909 y 1927, 15 millones de Ford T poblaron el planeta y Chile no fue la excepción.

Luego de la Segunda Guerra Mundial, se popularizó en el país el automovilismo deportivo y sus carreras de rutas. Entre los años 40 al 60, al mando de viejos Ford o Chevrolet, surgieron legendarios pilotos, como Lorenzo Varoli, Bartolomé Ortiz, Papin Jara y Boris Garafulic, que competían con renombrados corredores extranjeros en pruebas tales como Santiago–Puerto Montt, Santiago–Buenos Aires y Lima.

A mediados de la década del cincuenta, llegó al país un particular modelo de Citroën 2 CU “la famosa citroneta”, una extraña pick–up cabina de 13 caballos de fuerza que fue un “todoterreno” de los chilenos de entonces. Desde el año 1955, la normativa favorecía la importación de coches con características de vehículos de trabajo. Por ello, la “citroneta” proliferó entre el resto de los motorizados.

En 1960, se inaugura el primer auto “Made in Chile”: Panhard, modelo Puma, constituido por un 75 por ciento de elementos criollos y el resto francés. Los modelos se montaban en la metalúrgica de Luis Montarani en calles San Joaquín con Carmen. El chasis estaba fabricado con acero de la “CAP Chile” (Huachipato), la carrocería plástica se armaba en Coya, “Cristavid” aportó los vidrios, los neumáticos eran “Iansa”, la batería “Metropolitan” provenía de Arica, la tapicería era de “Schlesinger”, ubicado en calle Diez de Julio, Emilio Mora de calle Lira se preocupó de los cromados y “roudelli”, situado en Avenida Matta se ocupó de los accesorios. “El Puma” tenía 50 caballos de fuerza y motor galo “Panhard” de dos cilindros.

Su producción lamentablemente no alcanzó más de cincuenta, desapareciendo para siempre del mercado.

En los 60, se desarrolló la primera masificación del parque automotriz. El Estado entregó subsidios para fomentar el ensamblaje local. Se instalaron Citroën, Fiat y Ford, bajo el gobierno del derechista desarrollista Jorge Alessandri, quien estimuló la fabricación de automóviles en el país, prohibiéndose su importación. Volkswagen desdeño establecerse en Chile, pues se le exigió un 50 % de piezas nacionales a sus autos armados. Ante ello, la empresa germana se radicó en Brasil.

A mediados del Gobierno de Eduardo Frei Montalva, las corporaciones del rubro llegaban a la decena. Como política de Estado, se requirió que fuera Arica el eje de esa industria, produciendo 13 mil automóviles al año. El Presidente Salvador Allende, prosiguiendo con tal política, durante su trienio de gestión, aumentó al doble las entregas.

Pero el establecimiento del modelo económico neoliberal en 1975 cesó con los subsidios estatales de la actividad, sustituyéndolo con el “Estatuto Automotriz”. Solo sobrevivieron tres armadoras: General Motors y Automotores Franco–Chilena (Renault y Peugeot). Pero el golpe decisivo sobrevino en 1979. Ese año –recordemos– se fijó por largo tiempo el dólar a 39 pesos, eliminándose por lo tanto las restricciones a las empresas y bancos para obtener préstamos en el exterior, provocando la invasión de productos procedentes de otros mercados, principalmente asiáticos. Así, el parque automotriz se saturó de marcas coreanas o japonesas. La más emblemática fue el furgón conocido como “pan de molde” (US $ 1.400), ofrecido en módicas cuotas que no superaba los 10 dólares. ¡Parecía el auto ideal para el pueblo!

Álvaro Bardón, entonces presidente del Banco Central e integrante del equipo económico que había reducido drásticamente los aranceles para vehículos, en respuesta a las críticas de los sectores proteccionistas puntualizó: “A los ricos les molesta que la rotada se les esté acercando económicamente… En los años siguientes, van a tener hasta auto. Entonces no habrá diferencias: los rotos se verán igual que la gente” (trozos escogidos de “Economistas de la Dictadura”, Pedro Gaete, mimeo, 1995).

Desafortunadamente, los gobiernos civiles posteriores a marzo de 1990, siguiendo quizás inconscientemente el predicamento neoliberal de Bardón, no modificaron en nada la política automotriz, controlada por la banca usurera, mejorándose en cambio la oferta, ahora con mercados de la India o China.

Imagen: Archivo Nacional de Chile.

Por Oscar Ortiz. El autor es Historiador.

Santiago, 30 de marzo de 2025.

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