Han transcurrido 40 años, pero pareciera que hubiera sido apenas ayer. Recuerdo haberlo visto por primera vez a comienzos de junio de 1983, pocos días antes de la Segunda Jornada de Protesta Nacional. Era una “manifestación relámpago” organizada por la Agrupación de Estudiantes Medios (AEM) en la esquina de las grandes Alamedas con Ricardo Cumming, protagonizada sobre todo por los estudiantes del cercano Liceo de Aplicación. Volaban por cientos panfletos mimeografiados en papel roneo y se escuchaba un nervioso “Y va a caer”. En medio de todo, estaba Rafael Vergara Toledo.
Era uno de los “cabecillas”, palabreja que en aquellos días era ocupada profusamente por las autoridades disciplinarias de los establecimientos secundarios, intervenidos con mano dura por la tiranía, para referirse a los líderes de la cada vez más creciente rebeldía de los estudiantes, que eran apenas unos infantes al momento del Golpe de Estado acontecido una década antes.
La Agrupación de Estudiantes Medios (AEM) era por entonces la más antigua organización democrática existente en los liceos de Santiago. Había sido formada unos años antes por el MIR, como parte de su política de masas, llamada “Línea Democrática Independiente” o LDI. Por esos mismos días, iniciaban su caminata otras dos organizaciones, las que con el tiempo serían fundamentales en la historia del movimiento estudiantil secundario durante Los 80: la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), emplazada en la zona oriente de Santiago, y el Frente Unitario Democrático de Enseñanza Media (FUDEM), al que me incorporé cerca de un mes después de ese mitting en Alameda. Ambas emergieron empujadas por la rebeldía que recorrió todo Chile desde del miércoles 11 de mayo de 1983, cuando ocurrió la Primera Jornada de Protesta Nacional.
A esas alturas de junio de 1983, aún no tenía militancia política ni tampoco participaba en las organizaciones de estudiantes secundarios. Y era la primera protesta de liceanos en la que participaba. Llegue por casualidad, a tomar el bus para mi comuna de Maipú, de regreso del Insucodos de Avenida España, donde estudiaba. A diferencia de lo que comenzaría a pasar desde un año después, esa manifestación fue muy básica: no implicó marchar por las Alamedas hacia el Ministerio de Educación, tampoco barricadas, rayados o lienzos. Sólo un lanzamiento de panfletos y consignas durante un fugaz lapso de tiempo.
No nos habíamos llegado a conocer en ese momento, pero ambos formaríamos parte de la muchedumbre de estudiantes secundarios que ocupamos el entonces Liceo N° 6, hoy Liceo de Niñas Paula Jaraquemada de Recoleta, como forma de adherir a la conmemoración de los 10 años del Golpe de Estado. Era la primera toma de un liceo que se producía desde el derrocamiento del Gobierno de Salvador Allende.
Tuve la oportunidad de conversar con Rafael poco tiempo después, a inicios de octubre, en el marco de un ayuno de 11 estudiantes de la AEM que se realizó por 48 años en el Centro de Pastoral Juvenil (CPJ) de los Sagrados Corazones, en la calle Carrera casi esquina con las Alamedas, espacio que contribuyó de forma muy significativa a esos primeros pasos de la reconstrucción del tejido social democrático en los liceos de Santiago.
Rafael había sido expulsado del Liceo de Aplicación en septiembre de 1983, junto a un compañero del Tercer Año H, Fernando Delgado Cordero, que también integraba la AEM. Los acusaban de “panfleteros” y “manzanas podridas”, también palabrejas ocupadas por la autoridad en un vano intento de descalificar la opción democrática de los adolescentes de la época. Ese era el motivo del ayuno: protestar en contra de la expulsión.
En aquella conversación, me sorprendió constatar la profunda inspiración cristiana con la que Rafael fundamentaba su opción revolucionaria.
Unos pocos meses más tarde, en enero de 1984, conocí a su hermano Eduardo Vergara Toledo. Fue en el contexto de un “Cabildo Democrático” o una “Asamblea Popular” que se realizó en la sede del Sindicato de Good Year, en la Avenida Pajaritos casi llegando al Camino a Melipilla. La reunión era denominada de esas dos formas, dependiendo (se suponía) del nivel de radicalidad de quien la ocupara. Es decir, los más disponibles para el entendimiento con el centro político preferían referirse a un “cabildo”, en coherencia con el llamado que en este sentido había realizado la Alianza Democrática; para los más intransigentes el concepto “asamblea popular” era el más apropiado.
Uno de los principales articuladores de la iniciativa era Alejandro Olivares, un cuadro del MIR que había logrado organizar sindicalmente a los trabajadores del PEM y el POJH, formas que la dictadura había concebido para intentar encubrir los gigantescos niveles de cesantía de aquellos días. Olivares vivía en la populosa zona de la Población El Vivero en Maipú y llegó a levantar la Federación de Sindicatos de Trabajadores Independientes. A finales de la dictadura, fue parte del Consejo Directivo Nacional de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT).
A esa reunión concurrió Eduardo Vergara en representación de la Coordinadora Maipú–Las Rejas, una coordinación de movimientos sociales principalmente de la Villa Francia, cuando ese territorio formaba parte de Maipú.
Una de las conclusiones del encuentro, fue la necesidad de establecer una coordinadora de organizaciones sociales y populares en todo el gran territorio de Maipú. Así las cosas, se formó una mesa de trabajo para lograr esa nueva herramienta, la cual en los hechos quedó encabezada por Olivares y a la que se integró Eduardo Vergara.
Sin embargo, la iniciativa no prosperó: hubo interminables discusiones ideológicas sobre el contenido más o menos “revolucionaria” de la entidad a crear, lo que terminó paralizando este intento y finalmente lo terminaron diluyendo a la altura de marzo de 1984. A Eduardo le irritaban muchísimo aquellas discusiones… Lo escuché fustigar con apasionamiento y duras palabras el ideologismo que, dijo, paralizaba la acción. Asimismo, nunca lo escuché hacer intervenciones especialmente ideologizadas: la prioridad de su planteamiento era la urgencia de empujar la lucha con hechos concretos.
Un año después de aquellos hechos, el viernes 29 de marzo de 1985, el imperio del odio arrancó las vidas de Rafael (18 años) y Eduardo Vergara Toledo (20 años). Una patrulla de Carabineros los asesinó en la Villa Robert Kennedy, en el sector de Las Rejas con Avenida 5 de Abril, cerca de la Villa Francia. Recuerdo haberme enterado en la noche de ese mismo día, cuando un reporte del noticiario de Televisión Nacional (“60 Minutos”, más conocido como “60 mentiras por minuto”) señaló, con total impudicia, que “dos delincuentes fueron abatidos, luego de protagonizar un enfrentamiento con la policía”. Y dieron a conocer sus nombres.
La noticia, y el descaro de la mentira con que se presentaban los hechos, me impactaron. Eran los mismos jóvenes miristas que conocí en los afanes por terminar con el Terrorismo de Estado.
El hecho se insertó se insertó en el contexto de una sucesión de crímenes perpetrados por la tiranía. Durante la mañana del 29 de marzo, mientras recibía a estudiantes del Colegio Latinoamericano de Integración, el profesor Manuel Guerrero fue secuestrado junto con el sociólogo José Manuel Parada, por agentes del aparato represivo de Carabineros, el que se llamaba DICOMCAR. Guerrero era presidente del Consejo Metropolitano de la Agrupación Gremial de Educadores de Chile (AGECH) y Parada trabajaba en la Vicaría de la Solidaridad. Poco antes había sido también detenido también su compañero de militancia comunista, el publicista Santiago Nattino. Tras ser torturados, fueron asesinados por degollamiento y sus cuerpos abandonados en el camino a Quilicura el 30 de marzo.
La mañana del mismo 29 de marzo, la Central Nacional de Informaciones (CNI) asesinó a la estudiante secundaria Paulina Alejandra Aguirre Tobar, militante de MIR que tenía 20 años. Fue acribillada en su casa, una cabaña de madera en el interior de una parcela en El Arrayán, en Lo Barnechea. El hecho fue presentado pública y falsamente como el producto de un enfrentamiento.
Había sido proclamado 1985 como “Año Internacional de la Juventud” por Naciones Unidas.
A los casos mencionados es menester agregar la muerte de un estudiante de Ingeniería de la Universidad de Chile, Patricio Manzano González de 21 años, el 8 de febrero, en el marco de una detención masiva de los participantes en Trabajos Voluntarios; el asesinato de Carlos Godoy Etchegoyen de 23 años, el 22 de febrero, luego de ser detenido cuando participaba en una escuela de formación de un sector del Partido Socialista en Quintero; y el estudiante de la Universidad de Santiago, Oscar Fuentes Fernández de 18 años, baleado por la espalda el 9 de abril cuando participaba en una manifestación pacífica frente al Liceo Amunátegui de Santiago.
Permanecerán para siempre en nuestra memoria.
Santiago, 29 de marzo 2024.
Crónica Digital.