Suele decirse que la sociedad contemporánea es individualista. No creo que sea así. Creo, por el contrario, que en la sociedad actual hay una escasez enorme de individuos. Lo que sí abundan son los sujetos atomizados, dóciles, irreflexivos y estandarizados. Sujetos que primero tragan y después regurgitan, escupen o espetan los mismos lugares comunes que engulleron irreflexivamente. De hecho, casi no hay individuos o, si se prefiere, personas conscientes y orgullosas de su singularidad.
Si el individuo es propietario de su cuerpo, lo es más aún de su conciencia. Pese a que sobre ambos tiene señorío, sobre esta última tiene soberanía absoluta. Es su fuero interno. Tal dominio para que sea efectivo debe cultivarse. ¿Cómo? Ejercitando el juicio y la deliberación interior; generando opiniones propias y sopesándolas con las ajenas; efectuando conjeturas y soliloquios; etcétera. Inversamente, la conciencia adormecida, claudicante o atrofiada, se deja llevar por la corriente, flota en la ondulante marea de la opinión pública y se acurruca plácidamente en la tibieza de los lugares comunes. El individuo tiene conciencia; el hombre masa no.
Es verdad que nadar contra la corriente es un riesgo demasiado alto. Casi siempre lo ha sido. Quizá no vale la pena desafiar los lugares comunes y encarar a los inquisidores de turno. Quizá, por eso, lo que se advierte por doquier es el murmullo monocorde de la masa, de la grey, de la muchedumbre. Es el apabullante zumbido de la estandarización.
La masa un día se comporta como un rebaño de ovejas y al día siguiente como una jauría de lobos. No hay contradicción en todo ello. Todo sigue igual. Sólo cambia el nombre de la manada y el nombre del silbato, del credo al cual se someten. Sólo se trata de cambios cosméticos. La forma permanece inmutable, sólo varía el contenido que ella alberga en su interior.
Por Luis R. Oro Tapia
Docente de la Facultad de Gobierno, U. Central
Santiago de Chile, 23 de julio 2018
Crónica Digital