En los viejos tiempos de este autor, el siglo pasado, se usaba un lenguaje claro. Tanto que lo prohibieron, pero parece tiempo de recordarlo. Un concepto importante era “superexplotación” y hasta un alumno de secundaria sabía que no significaba sólo explotación grand sino algo preciso: el comportamiento de una élite que, no contenta con apropiar el excedente del producto social, como legítimamente hace cualquier élite que se respete, le mete mano además a los salarios.
La superexplotación, cuyas principales manifestaciones son las AFP, educación pagada y créditos usurarios, es uno de los dos grandes abusos que hay que terminar en Chile, ahora. El otro es el rentismo, originado en la apropiación privada de los recursos naturales que nos pertenecen a todos, y la colusión en casi todos los demás mercados. Esos son los dos puntos esenciales del programa que requiere Chile hoy y que la indignación del pueblo hace posible e imprescindible enfrentar ahora. Para nuestra sociedad en su conjunto, resolverlos significa ni más ni menos que convertir a Chile en un país desarrollado, es decir, franquear definitivamente las puertas de la auténtica modernidad… capitalista.
Como es bien sabido, la civilización y la historia nacieron cuando los seres humanos fueron capaces de generar un excedente, es decir, cuando la productividad de los trabajadores permitió reducir a sólo una parte de su jornada el tiempo necesario para sostenerse ellos y sus familias, incluidos sus viejos. Pudieron así destinar el resto de la jornada a producir el excedente que permitió construir las maravillas, materiales y espirituales, que nos han legado las civilizaciones que nos precedieron y especialmente la civilización urbana moderna, la más grandiosa de todas.
Bastante menos recordado es el hecho que junto con al excedente aparecieron las élites que se apropiaron del mismo, es decir, las clases sociales y la lucha de clases. Estos conceptos no son inventos de Marx, por cierto, sino una evidentes en todas las civilizaciones anteriores. Nadie confundía a un esclavo con su amo o un siervo con su señor, y los segundos menos que cualquiera. El trabajo necesario para el sustento de los primeros se ejecutaba asimismo separado en el tiempo y en el espacio, en meses y tierras diferentes, del que brindaban gratis a los segundos y los productos de uno y otro alimentaban y abrigaban de inmediato a unos y otros.
En la sociedad moderna el asunto no es evidente porque tanto el trabajo necesario como el excedente toman la forma de valor, salarios y ganancias, y se ejecutan a lo largo de cada jornada. Debemos a la economía clásica haber identificado con precisión las principales clases sociales modernas: obreros, capitalistas y… rentistas, quienes viven principalmente de salarios, ganancias y… renta de los recursos naturales, respectivamente.
Las élites surgieron siempre de modo legítimo, a partir de quienes en cada época han sido responsables de organizar y dirigir la producción social, fuera como dueños de esclavos y tierras en las sociedades premodernas, o dueños del capital en la sociedad contemporánea. Sin embargo, dicha legitimidad siempre se ha fundado en el estricto cumplimiento por parte de las élites de ciertas normas éticas, que se conocen como el pacto social.
La primera de estas normas consiste en respetar escrupulosamente el tiempo que los trabajadores necesitan para sostenerse con un mínimo de dignidad, ellos y sus familias incluidos sus viejos. Esto lo sabían los latifundistas, quienes se daban el gusto de meterle mano hasta las hijas de sus inquilinos, pero jamás hubieran osado hacerlo con el tiempo de trabajo que éstos tenían asignado por contrato para labrar y pastorear las tierras que se asignaban para su sustento. En la sociedad moderna ello significa que los salarios no se tocan, son sagrados, pertenecen íntegramente a los trabajadores y sus familias, incluidos sus viejos.
Otra norma ética esencial es que deben destinar la mayor parte del excedente que se apropian a reponer y hacer crecer el aparato productivo del país, lo que se llama ahorro nacional en sentido estricto, y organizarlo del modo más avanzado que se corresponde a cada época de la historia, a la manera capitalista en la sociedad moderna.
Finalmente, tienen la obligación de destinar otra parte del excedente que se apropian a sostener íntegramente los llamados asuntos del espíritu, es decir, la educación, la ciencia, el arte y la cultura en general.
Ninguna de estas normas éticas se respetan en Chile después del golpe militar. Se sobreexplota a los trabajadores. Mediante las AFP se apropian la mayor parte de las cotizaciones previsionales, que en lugar de destinarlas al pago de pensiones las destinan a acumular un fondo siempre creciente que no devolverán jamás, y administran a su amaño y principalmente en su propio beneficio.
En lugar de meterse la mano al bolsillo para financiar una educación gratuita y de calidad como es su deber y conveniencia, pretenden descargar parte de su costo sobre los salarios endeudando a los futuros trabajadores o a sus padres hoy día. Otra parte de los salarios lo birlan cobrando intereses usurarios a créditos “de consumo”, tarjetas de crédito y casas comerciales.
Mediante estos tres mecanismos se apropian no menos de un tercio de los salarios, además, por cierto, del “excedente de explotación” que según el Banco Central alcanza a un 52 por ciento del producto interno bruto (PIB).
Como si lo anterior fuera poco, no organizan la producción a la manera capitalista, como debe ser, es decir, contratando trabajadores masivamente para producir bienes y servicios que se venden el mercado en condiciones competitivas. Esa es la verdadera y única fuente y origen de la riqueza de las naciones modernas, como descubrió Adam Smith. La élite chilena, en cambio, obtiene la mayor parte de sus ingresos de la renta de los recursos naturales del país, que se han apropiado íntegramente y a perpetuidad, sin pagar un peso. Igual que los jeques de Arabia Saudita, sólo que éstos no usan turbante.
Los llamados “HIjos de Pinochet” no son una élite legítima, porque no respetan estas normas mínimas y esenciales requeridas para ello. La vieja élite agraria si lo fue durante siglos, pero hacia la segunda mitad del siglo pasado había perdido su legitimidad del todo, por la sencilla razón que el latifundio ya no era una forma de organizar la producción adecuada a la época actual. Por eso fueron expropiados. Sus vástagos recuperaron la hegemonía, por mano ajena y transitoriamente. Han logrado ejercerla por medio siglo más, hasta nuestros días, principalmente por la fuerza, el terror y sus secuelas.
Pero élites ilegítimas nunca duran mucho tiempo porque no hay pueblo que las aguante. Somos testigos de cómo ésta está terminando.
Por Manuel Riesco
Santiago de Chile, 21 de julio 2017
Crónica Digital