La firma el 23 de junio recién pasado en La Habana, Cuba, del cese del fuego bilateral y definitivo, entre el gobierno de Colombia y las insurgentes Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, abre un escenario prometedor para la democracia, la paz, y la concordia para ese país, asolado por una guerra civil de 52 años, que dejó miles de victimas.
No hace falta reconocer que el proceso abierto en la capital cubana, que acogió con generosidad y realismo político latinoamericanista a los antiguos enemigos, donde se sentaron a la mesa de negociaciones líderes guerrilleros, autoridades estatales, y jefes de las Fuerzas Armadas de Colombia, además de quienes ejercieron el rol de “acompañamiento” internacional, entre ellos, Chile, presenta complejos desafíos para las partes.
El reencuentro de los colombianos que se enfrentaron en una guerra fratricida de 52 años con 260 mil muertos, 49 mil desparecidos, y 6.9 millones de desplazados, secuestros, torturados, debe superar los dolores y el duelo, las desconfianzas, el ajuste de cuentas, la provocación aventurera, y quizás hasta la obcecación de muchos, y el deseo de venganzas personales.
El siniestro episodio de los “falsos positivos”, en que fuerzas militares, agentes del Estado, perpetraron asesinatos masivos de jóvenes campesinos e indigentes, a los que, luego de acribillarlos vestían con uniformas guerrilleros, para simular enfrentamientos y cobrar sobresueldos, “premios” por supuestas acciones militares, constata la irracionalidad de esa guerra interna.
El gobierno del ex presidente Alvaro Uribe, uno de los principales y encarnizados opositores al proceso de paz en Colombia, dejó 32 mil desaparecidos y 1.700 “falsos positivos”, como consecuencia de su doctrina de “seguridad democrática”, según los balances publicados en Colombia, tras el término de su mandato.
Para la Fiscalía General colombiana los ejecutados extrajudicialmente- “falsos positivos”- fueron tres mil.
El camino inaugurado este jueves 23 de junio, 2016, por el actual presidente de Colombia, Juan Manuel Santos y el comandante de las FARC, Rodrigo Londoño “Timochenko”, requirió sin duda de realismo, pragmatismo, valentía, serenidad y capacidad de mando de ambos.
Santos, al darse las manos con “Timochenko”, con un Raúl Castro presidiendo el momento histórico, junto al Secretario General de la ONU, Ban-Ki Moon, y el canciller de Noruega, Borge Drende, anunció que “hemos puesto un punto final al conflicto armado con las FARC”, subrayando que se trataba de “un día histórico”.
Timochenko por su parte enfatizó que la tregua dejó a las partes “en las puertas de concretar, en un plazo relativamente breve, el acuerdo definitivo que nos permitirá por fin retornar al ejercicio político legal, mediante la vía pacífica y democrática”.
En definitiva tanto el gobierno de Colombia, como las FARC, dieron el único paso al que los obligaba la situación objetiva: la inutilidad de pretender obtener sus objetivos políticos mediante la lucha armada.
Las Fuerzas Armadas y el Estado colombiano no podían derrotar a la guerrilla, y los insurgentes no estaban en condiciones de conquistar el poder en el país, lo que producía un virtual empate estratégico, y un costo insoportable en pérdidas de vidas humanas y un desastre social y económico.
El camino de la paz tiene sin embargo muchas complejidades. Hay fuerzas políticas, sociales y sectores militares, que seguramente miran con incertidumbre y desconfianza los pasos dados, y sobre todo el proceso de reconciliación.
Para otros no será fácil el camino del dolor por la pérdida de sus seres queridos, de la culpa y del perdón, o el camino de la reinserción en la sociedad política, en la comunidad nacional, en el espacio de la democracia.
En la memoria histórica, está aun la guerra de exterminio diseñada por expertos de inteligencia de Estados Unidos e Israel, desarrollada por efectivos militares, paramilitares, hacendados y narcotraficantes, entre 1984 y 1990, cuando las FARC instalaron un proceso de paz con el presidente colombiano, Belisario Betancurt.
El brazo armado de lo que se conoce en Colombia como “genocidio político” fueron militares formados en la doctrina de la contrainsurgencia y la “seguridad nacional”, bandas de narcotraficantes, que conformaron las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), los comandos “Muerte a Secuestradores”, las “Cooperativas de Seguridad” y otras bandas armadas.
El balance del exterminio fue el asesinato de dos candidatos presidenciales, Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Ossa, 8 congresistas, 13 diputados, 70 concejales, 11 alcaldes y entre 3.500 y 5 mil de sus militantes, entre ellos dirigentes campesinos, sindicalistas y jóvenes activistas, además del exilio de muchos otros.
El presente proceso de paz, la tregua firmada, en un gesto pleno de simbolismo, en el Palacio de Las Convenciones de La Habana, ya tiene un enemigo declarado, el ex presidente y actual senador, Alvaro Uribe, cercano a la Derecha chilena y a su candidato presidencial “en funciones”, Sebastián Piñera, para quien el proceso de paz “nace herido”, al no castigarse con cárcel y el ostracismo político a los guerrilleros.
Un detalle que no es anecdótico es el involucramiento militar y político de Estados Unidos en el conflicto en Colombia a través de su permanente intromisión política y militar, en particular el famoso “Plan Colombia”, implantado en el 2002, de su apoyo en inteligencia y asesores, en entrenamiento a efectivos del Ejército, la aviación y la policía, su despliegue en bases militares en el territorio colombiano y hasta participación efectiva en el enfrentamiento.
En el marco del Plan Colombia se acordó en 2008 la instalación de fuerzas militares de Estados Unidos en ocho bases militares colombianas, con 800 militares y a 600 “contratistas” (mercenarios) de supuestas empresas de seguridad.
El pretexto de la intervención militar de Estados Unidos es su lucha contra las fuerzas insurgentes, a las que define como “narcoguerrillas”, en el marco de una estrategia de “seguridad” regional, y de un teatro de operaciones intervencionistas en Sudamérica, Centroamérica y el Caribe.
Y un último alcance: La presidenta Michelle Bachelet anunció la participación de 75 efectivos militares nacionales, bajo las banderas de la ONU, en el proceso de verificación del cese del fuego y posterior desarme de los efectivos de las FARC.
Se trata de una tremenda responsabilidad política para el país y para los militares que asuman esa tarea, tanto como una misión profesional de cierto riesgo, dada la complejidad del proceso, de los actores involucrados y del peso de la historia.
Participar en la construcción de la paz, en un dramático para muchos desarme físico y espiritual de combatientes de fuertes motivaciones políticas, moverse en el terreno movedizo de un ambiente político y militar por lo menos complejo y desconocido, en medio de una sociedad aún convulsionada por la violencia y la sospecha, obliga a una acuciosa preparación y un adiestramiento en que no basta la experiencia práctica militar.
Chile y esos militares asumen un desafío político internacional de proporciones: el de aportar a la construcción de la paz, la concordia y el reintegro a la sociedad democrática de un importante sector de los colombianos hasta ahora enfrentados en una guerra fratricida.
Ello exige un pleno compromiso con el concepto y la práctica de la democracia, una formación en el respeto a los derechos humanos, a de justicia y de subordinación a las autoridades y a la institucionalidad, lo que debe ser un valor intrínseco del curriculum militar desde sus escuelas matrices.
Por Marcel Garcés Muñoz
Director de Crónica DigitalSantiago de Chile, 1 de julio 2016
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