Solía suceder que a alguno de los más fuertes se le pasara la mano y los débiles terminábamos llorando y a veces también, nos organizábamos y lográbamos separar a un abusador de sus compinches y reducirlo o, al menos, unidos amenazarlo. En ese caso, el matoncito apelaba a pedir bolita o a invocar su derecho a entrar en capilla, estado de inacción que lo protegía de ser atacado, situación que él no respetaba cuando alguno de los débiles, desesperado ante el abuso y el castigo físico, invocaba los mismos derechos.
La vida nacional en materia de Derechos Humanos tiene similitudes con la situación escolar descrita. El fuerte por el poder de las armas abusó, persiguió, violó, asesinó y desapareció a sus víctimas sin escuchar los ruegos de madres, hijos o novias de los que fueron arrebatados de sus hogares en horas de la noche, sin darles tiempo para vestirse y sin resistencia de su parte. Había interminables filas de angustiados demandantes por la suerte de sus seres queridos por calle Compañía ante una de las puertas del ex Congreso Nacional, frente a una supuesta Oficina de Informaciones de los servicios represores que nunca dio una respuesta clara y cuyos funcionarios nunca trataron como seres humanos a los requirentes.
Recuerdo también a un joven que por azar no murió en la noche en que con diez detenidos más fue fusilado en la Cuesta Barriga en viaje al Estadio Nacional y que, luego de reponerse de sus graves heridas en un Convento, por medio de su familia intercedió ante las más altas autoridades militares para volver a su hogar, en la conciencia absoluta de ser una persona irreprochable desde todo punto de vista. Consiguió autorización expresa y volvió. La misma noche de su regreso, su hogar fue visitado y, sin respetarse derecho alguno, fue desaparecido, situación que se estudia en un proceso cuya primera instancia todavía tramita un Ministro de Corte, luego de superar los archivos, sobreseimientos y trabas que impuso por años la Justicia Militar. Su dolido padre y querellante murió hace unos años con la angustia de la injusticia.
Un general declarado responsable de crímenes atroces por los más altos magistrados, no acata su pena ni acepta los privilegios que se otorgan a los condenados de su calaña siendo apoyado por dichos poco claros de quienes deberían repudiar su acto y por sus camaradas, quienes señalan que queremos que de una vez por todas el Presidente que venga, que ojalá no sea mujer, tenga criterio de estadista para que los familiares de los detenidos desaparecidos se junten con los familiares de nuestros caídos y con los de los procesados, y que todos nos demos un gran abrazo.
Los que no escucharon a nadie ni tuvieron compasión ni respetaron derecho alguno, hoy piden bolita y se colocan en capilla, piden un gran abrazo condicionado a consolidar una situación de injusticia y de impunidad inaceptables, que remueve las heridas y aumenta el estado de abuso de que han sido víctimas tantas familias de chilenos que nunca recibieron una mano, ni siquiera una mirada, cuando más la necesitaron.
Quienes ahora invocan derechos que no tienen, que niegan nuevamente la justicia y que no respetan a las instituciones de la Patria que tanto dicen querer y a la que juraron defender, aquellos a los que no les importa un honor que no demostraron con su cobardía que vuelve a aflorar, los que piden bolita cuando se trata de hacer justicia por los crímenes cometidos, están demostrando lo lejos que estamos los chilenos de reconciliarnos, de aceptar el abrazo que piden sin que haya justicia, verdad y reparación, amenazando con volver a reunir los apoyos con que cuentan para sancionar la situación de impunidad que pretenden imponer.
Por Leonardo Aravena Arredondo
Profesor de Derecho, Universidad Central de Chile. Coordinador de Justicia Internacional y CPI, Amnistía Internacional. Colaborador permanente de Crónica Digital.
Jueves, 28 de junio 2007
Crónica Digital
, 0, 141, 3