Bolívar mostró cómo un independentista consumado, revolucionario de amplia visión, puede llevar en sí la mayor sensibilidad hacia la naturaleza, el afecto hacia los hombres dignos y a la mujer ejemplar.
Diversos biógrafos destacan la vocación bolivariana por defender y exaltar las riquezas de la geografía americana.
Cuenta el historiador Jorge Núñez en su artículo Simón Bolívar, el hombre, que éste se interesó por evaluar y mitigar los estragos que el colonialismo había causado en el medio natural americano.
Le preocupó, en particular, la creciente erosión de los suelos, causada por una intensiva explotación agrícola y una irracional deforestación de los campos.
Reseña también dos momentos recordados especialmente por el irlandés Daniel Florencio O Leary, edecán de El Libertador, en los cuales éste último puso de manifiesto su amor hacia la naturaleza.
Fueron ellos su encuentro con el majestuoso volcán nevado del Chimborazo, en Ecuador, y la contemplación del espléndido valle del Cauca, en Colombia.
O Leary consignó que Bolívar divisó por primera vez al famoso “Rey de los Andes” en 1822, cuando se dirigía desde la recién liberada ciudad de Quito hacia el puerto de Guayaquil, en medio de las aclamaciones de los pueblos andinos.
En su avance por la imponente “avenida de los volcanes”, admiró sucesivamente las grandes y bellas cumbres que flanquean la región interandina ecuatorial: Pichincha, Cayambe, Antisana, Pasochoa, Corazón, Rumiñahui, Illinizas, Cotopaxi, Tungurahua, entre otras.
De pronto, escribió O Leary, al intentar el cruce de la cordillera occidental, se vio enfrentado a la inmensa y brillante mole nívea del Chimborazo, que relucía bajo el sol del verano equinoccial.
Impresionado por tan grandioso espectáculo natural, decidió ascender a la montaña sagrada de los Chimbos, alcanzó su cima y al bajar escribió su hermoso texto “Mi delirio sobre el Chimborazo”.
El poeta José Joaquín Olmedo exclamó, tras leerlo, que si El Libertador se hubiera dedicado a la poesía habría excedido al griego Píndaro.
No menos impactante fue su encuentro con el bellísimo valle del Cauca, que divisara un atardecer de diciembre de 1829, desde la más alta cima de la cordillera del Quindío.
Según O Leary, Bolívar exclamó entonces: “¡Oh, sí! ¡Ni los campos de la Toscana son tan bellos! ¡Este valle es el jardín de la América!”.
De los vínculos afectivos desarrollados por el Libertador, resaltaron desde la infancia dos en particular: su cariño entrañable hacia su maestro, Simón Rodríguez, y otro menos conocido, pero quizá aún más conmovedor, su amor hacia la negra Hipólita, su aya y “madre de leche”.
La negra Hipólita, esclava de sus padres, lo amamantó en sus primeros años y lo cuidó cariñosamente en su orfandad, a lo cual El Libertador retribuyó con creces al considerar que no conoció otro padre o madre que ella.
También fue intenso y desenfrenado en su amor íntimo hacia la mujer, en algunos casos durante romances breves, otros más extensos, pero en todos apasionado en su entrega.
Señala el historiador Núñez que al menos hubo tres mujeres que penetraron hondamente en su corazón y marcaron su vida de diverso modo: María Teresa Toro, la francesa Fanny du Villars y Manuela Sáenz.
De la primera enviudó y ante su cadáver juró no volver a casarse jamás, mientras el grato recuerdo de la segunda lo acompañó hasta los últimos días de su vida.
Pero fue con la última, su amada fiel y compañera de combates, con quien mantuvo la más profunda y trascendente relación afectiva.
El propio Bolívar lo certificó momentos antes de embarcar en su viaje final por el río Magdalena, con rumbo a Santa Marta: “¡No, no hay mejor mujer! Ni las catiras de Venezuela, ni las momposinas, ni las… Esta me domó. Sí, ella supo cómo. La amo.”
La Habana, 25 de julio 2007
Prensa Latina , 0, 50, 9