El 8 de noviembre de 2024, Julia Chuñil Catricura, dirigenta mapuche y defensora ambiental de 72 años, desapareció en la Región de Los Ríos. Salió al monte a buscar a sus animales junto a su perro Cholito y nunca regresó. Un mes después, su familia aún busca respuestas. Las amenazas que recibió durante años por proteger 900 hectáreas de bosque nativo, en una lucha incansable contra la tala ilegal y el extractivismo, a la vista de los hechos parecen haber sido advertencias.
En Chile, defender el territorio, el agua y la naturaleza implica vivir bajo la sombra de la amenaza constante. La desaparición de Julia Chuñil nos recuerda los casos de Macarena Valdés, hallada muerta en 2016 después de enfrentar a una hidroeléctrica en Tranguil; o Nicolasa Quintremán, quien fue encontrada sin vida en el embalse Ralco tras oponerse a la represa de Endesa. Muertes oficialmente catalogadas como accidentes o suicidios, pero que están marcadas por amenazas previas y una sistemática falta de investigación que perpetúa el abandono institucional.
La violencia contra defensores ambientales no es nueva ni aislada; es una constante en toda América Latina, la región más peligrosa del mundo para quienes se atreven a proteger el medioambiente. Según Global Witness, en 2020 se registraron 227 asesinatos de defensores ambientales, tres cuartas partes de ellos en América Latina. Chile, pese a contar con una imagen que no lo muestra, no es la excepción. Aquí, proteger los bosques, los ríos y los ecosistemas significa enfrentarse a poderes económicos que prefieren el lucro al bienestar comunitario y ambiental.
En 2022, Chile firmó el Acuerdo de Escazú, que obliga a garantizar la seguridad de los defensores ambientales. Sin embargo, la implementación de este tratado es prácticamente inexistente. No hay leyes específicas, protocolos de protección efectivos ni recursos asignados para quienes arriesgan su vida por proteger la naturaleza. Las denuncias de amenazas se ignoran, las investigaciones se estancan y la impunidad reina.
Las defensoras ambientales como Julia Chuñil son doblemente vulnerables: por ser activistas y por ser mujeres. Defender el territorio es defender la vida, una lucha que no solo preserva los ecosistemas, sino también las culturas, las identidades y el futuro de las comunidades. Enfrentar el saqueo ambiental implica enfrentarse a estructuras de poder profundamente enraizadas, que ven en los territorios solo fuente de recursos para explotar.
El silencio de las instituciones y de los medios de comunicación invisibiliza esta violencia sistemática. ¿Dónde está la urgencia por encontrar a Julia Chuñil? ¿Por qué sus amenazas no se tomaron en serio? ¿Por qué permitir que defender el medioambiente sea una sentencia de muerte?
Necesitamos que se garantice la investigación eficaz y a tiempo, protección efectiva y justicia para quienes son perseguidos. El Estado debe dejar de ser espectador y asumir su responsabilidad. La sociedad civil debe movilizarse y exigir que ni una defensora ambiental más desaparezca en el silencio.
Julia Chuñil no está sola. Su lucha es la lucha de miles que defienden el agua, los bosques y la vida misma. No olvidaremos su nombre ni el de Macarena, Nicolasa y tantas otras. Su lucha no puede ser la expresión de heroísmos puntuales y solitarios, sino una causa colectiva, una masa crítica capaz de enfrentar la irracionalidad del extractivismo, que no solo arrasa con el agua, los árboles, los ecosistemas, sino que también sesga las vidas de quienes alzan la voz para defendernos.
Por Giovanka Luengo Figueroa. La autora es Trabajadora Social, especialista en género, derechos humanos y políticas públicas.
Santiago, 9 de diciembre de 2024.
Crónica Digital.