En 2019, Chile vivió un momento crítico en su historia reciente: el estallido social. Este movimiento fue el resultado de demandas acumuladas durante décadas, como el acceso desigual a servicios básicos, la crisis en los sistemas de salud y educación, y los altos niveles de corrupción y colusión de las élites. También se reclamaba por el sistema de pensiones privatizado, conocido como AFP, que durante años ha dejado a millones de personas con pensiones insuficientes. El descontento social abarcaba otros temas, como los bajos salarios, la precariedad del trabajo y el alto costo de vida. El aumento de 30 pesos en la tarifa del transporte público fue solo la chispa que encendió la llama, pero el malestar profundo ya estaba presente: “no eran 30 pesos, eran 30 años” de desigualdad e injusticia.
El gobierno de ese entonces, con una aprobación histórica de solo un 7%, no supo leer las señales. Las decisiones que se tomaron en ese periodo, como la negativa a dialogar con sectores clave (por ejemplo, las educadoras de párvulos en defensa de la educación preescolar), aumentaron las tensiones. Al mismo tiempo, la represión violenta de las manifestaciones, llevada a cabo por los Carabineros y las fuerzas de seguridad, resultó en una grave crisis de derechos humanos. Según datos del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), se reportaron más de 20,000 detenciones y más de 11,500 heridos, incluidas 3765 personas con lesiones oculares y 34 casos de estallido de globo ocular, lo que convirtió a Chile en el país con más personas afectadas por estos tipos de lesiones.
Los abusos no solo se limitaron a las manifestaciones masivas. A partir de diciembre de 2019, las detenciones selectivas y la prisión preventiva sin proceso se convirtieron en una herramienta para desarticular la movilización social. A miles de personas se les arrestó en sus hogares o lugares de estudio, especialmente a jóvenes, muchos de los cuales nunca enfrentaron un juicio adecuado.
La llegada de la pandemia en 2020 detuvo las movilizaciones y llevó el control social a otro nivel, a riesgo de enfermar y/o morir. En paralelo, la promesa de una nueva Constitución se convirtió en la respuesta institucional a las demandas sociales. Ya no era necesario manifestarse, pues las demandas serían canalizadas y resueltas a través del proceso constituyente. El final de ese camino lo conocemos: de alguna manera, terminamos perdiendo mucho habiendo logrado poco o nada.
No estamos ante las mismas condiciones que en 2019. Aunque los procesos constituyentes no cumplieron con las expectativas y las demandas sociales no se han resuelto por completo, los factores políticos y sociales han cambiado. No es cierto que “la gente ahora no se manifiesta” porque el gobierno actual sea de centro izquierda. De hecho, las manifestaciones continúan; los profesores, movimientos por el acceso a la vivienda, causas medioambientales, y otros grupos, siguen activamente protestando. Las condiciones que desencadenaron las movilizaciones masivas en 2019, como la crisis de representación y la represión desmedida, no han alcanzado a prender la mecha de nuevo en 2024. Además, es innegable que salir a protestar ha sido castigado de forma constante, lo que ha generado estigmatización, miedo y desmotivación.
Es importante recordar que, aunque la protesta social ha disminuido en intensidad, no ha desaparecido. Las razones que la impulsaron siguen presentes y, si el Estado no actúa de manera apropiada, podríamos volver a ver escenarios similares. Es necesaria una planificación a largo plazo, un diálogo genuino con la ciudadanía, y un compromiso real con la justicia social; recordando que las movilizaciones de 2019 no fueron un capricho, sino la expresión de un profundo y extendido malestar social.
Por Giovanka Luengo Figueroa. La autora es candidata ecologista a concejal de Providencia.
Santiago, 19 de octubre de 2024.
Crónica Digital.