Por Luis Cifuentes Seves
Alguien me preguntó quiénes son mis pintores favoritos. Por cierto, Picasso sigue siendo Picasso, como Klimt y como Van Gogh, pero a partir de un momento, Anselm Kiefer se convirtió en mi pintor contemporáneo preferido.
Ocurrió de la siguiente manera: durante los años 80 yo vivía en Inglaterra, pero por disposición de la compañía global para la que trabajaba, debía trasladarme a los EEUU por periodos breves. Allá tejí amistad con dos colegas húngaros. Durante la semana nos dedicábamos a nuestras funciones profesionales en Cleveland, Ohio, pero los fines de semana salíamos a conocer el país anfitrión
Lo hacíamos así: uno conducía el auto, el segundo de a bordo lo mantenía despierto y el tercero dormía en el asiento trasero. Manejábamos casi sin parar y llegábamos a cualquier parte.
En una ocasión decidimos conocer Chicago. Nos fuimos bordeando el Sur de los grandes lagos y entramos a la ciudad por los barrios latinos, nunca muy lejos del Lago Michigan. Fue una experiencia sorprendente, porque por varios kilómetros todos los letreros que veíamos en las calles estaban en español. Finalmente entramos al sector céntrico y a poco andar vimos un edificio de imponente arquitectura señalizado como The Art Institute of Chicago.
Nos estacionamos sin dificultad, cosa que hoy sería imposible. Entramos al Instituto y lo primero que encontramos fue una gran sala dedicada a la obra de un pintor alemán para mí desconocido: Anselm Kiefer. Su obra me hizo tal impacto que me quedé pegado mientras mis acompañantes se fueron a recorrer otros salones.
Kiefer procura representar la compleja y dramática historia y cultura de su país de origen mediante cuadros de gran tamaño que contienen elementos tridimensionales, imágenes insertadas y textos alusivos. Después me enteré de que también practicaba la escultura y las instalaciones, algunas de dimensiones gigantescas.
Al cabo de más de una hora, mis amigos húngaros volvieron y me invitaron a continuar nuestro descubrimiento de Chicago. Salí del museo flotando sobre una nube de asombro, horror y algo parecido a la esperanza. Tengo la sensación de que nunca he descendido totalmente de ella, ya que le seguí la pista a este creador singular y he sabido de su obra ulterior y de los numerosos premios y honores que ha recibido.
Viene al caso decir que leo la versión virtual del diario británico The Guardian. Este medio no es tan progresista como su plana directiva cree, pero trae muchos artículos interesantes, aparte de que en él escribe mi columnista británica favorita: Marina Hyde. Allí leí eventualmente un artículo que comentaba una instalación monstruo que Kiefer había hecho en su taller cercano a Paris con un tema que pulsó varias cuerdas sensibles mías: Finnegans Wake, libro de James Joyce, mi autor favorito de todos los tiempos.
Este libro fue muy criticado desde su publicación en 1939. Se ha dicho que no es una novela, que no tiene personajes, que no tiene argumento y que no se sabe en qué idioma está escrito. La opinión más autorizada ha sido la de Borges, que admiraba al autor irlandés, especialmente por su novela Ulysses, pero indicó que Finnegans Wake era un juego que Joyce no jugaba bien, afirmando que Lewis Carrol (autor de ‘Alicia en el país de las maravillas’) lo hacía mejor. No entraré a polemizar con Borges (algún Dios me libre de tal pretensión) pero sólo diré que, en mi humilde opinión, Joyce y Carrol practican juegos distintos.
Conversando por WhatsApp con una amiga geográficamente lejana, le decía que Kiefer instalando a Finnegans Wake me impresionaba como el colmo de la intelectualidad. Me respondió: ‘Pero el artículo es muy interesante’. Coincidimos.
A propósito de nube, pasó raudo por mi mente el recuerdo musical de cierto pastorcito tastileño:
Ese que instala es don Kiefer
el gran pintor alemán
que sigue marcando rumbos
pues con Joyce no se amilán (sic).
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Luis Cifuentes Seves fue académico por vocación y escribe por compulsión.
Santiago de Chile, 28 de abril 2024
Crónica Digital