Por: Rafael Bautista Segales*
Si el infierno es un invento cristiano, lo prueba su propia historia –que es la historia de Occidente–, derramando toda la sangre que sea posible “en nombre del amor”. Pero aquella religión de origen hebreo-semita (no occidental), que anunciaba las “buenas nuevas” a los pobres, es decir, que todos somos hijos de Dios, fue siendo adulterada por el dualismo neoplatónico y el maniqueísmo gnóstico para convertirse, una vez invertida por los mismos apologetas convertidos en “santos” por la Iglesia, en la nueva base ideológica de un Imperio romano en decadencia.
Gracias a esa religión, despojada de su contenido revolucionario (si todos somos hijos de Dios, todos somos iguales al Cesar), el Imperio se unge del impulso que le brinda el argumento del “pecado”, como el justificativo civilizatorio del proyecto imperial de dominación como salvación. La modernidad seculariza los términos teológicos de ese proyecto y hace que la dominación se conciba como emancipación; y el capitalismo (con el dominio del trabajo y la naturaleza, además del control sistemático de la producción y el consumo) le brinda la posibilidad de radicalizar esas pretensiones de dominación como dominación exponencial, es decir, dominación al infinito.
La ideología imperial cobra autoconciencia: ya no lucha por algo, lucha por todo y quiere todo. La idea de infinito descubre una pulsión también infinita: la codicia es el nuevo culto que se universaliza. El círculo se cierra, la teodicea se manifiesta como economía política: Dios se hizo hombre significa, ahora, Dios se hizo capital. El Imperio es el Templo y el Santo Sanctorum es el ámbito financiero donde el arca sagrada de la acumulación global es la morada divina. Esta perversa transmutación es el capitalismo hecho religión racional de la sociedad moderna, convirtiendo el proceso de acumulación de capital en el diario culto piadoso para adquirir la salvación eterna como bendición tangible, es decir, contante y sonante.
En eso consiste la “teología de la prosperidad”, pensada y desarrollada en los centros de inteligencia gringos, una vez aniquilada la “teología de la liberación” o la opción cristiana por los pobres. Cuando Marx señalaba que la primera crítica es la crítica de la religión, se refería a éste necesario desenmascaramiento del fetichismo moderno, es decir, la crítica como desmontaje del encubrimiento sistemático de la injusticia y las relaciones de dominación que la modernidad ha naturalizado en el propio sistema de creencias de la conciencia social.
Cuanto más se expande el capitalismo, más se desarrollan relaciones sociales, es decir, relaciones de dominación; porque la forma sociedad es lo que produce el mundo moderno para desarrollar al capitalismo: un mundo constituido por puro individuos. Y esto es fundamental destacar porque, para que haya capitalismo, los seres humanos deben ser reducidos a meros individuos reunidos por puras relaciones instrumentales y mercantiles. Eso produce la conciencia social, es decir, la atomización de expectativas puramente individualistas que operan socialmente mediante el cálculo de utilidad propia o cálculo de interés inmediato.
Pero el “amor al prójimo” no es producto de ningún cálculo o interés sino de la generosidad absoluta y el desprendimiento desinteresado. Condiciones que hacen imposible al capitalismo; pues una economía del crecimiento, traducida en la codicia como forma de vida, no puede distribuir democráticamente la riqueza. No hay riqueza si todos somos ricos. La riqueza es acumulación y sólo puede concebirse como algo privado, es decir, como la privación de los bienes comunes; por ello es que la riqueza genera miseria y cuanta más miseria genera, más riqueza se produce (por ello el cristianismo original debe invertirse, porque los evangelios o “buenas nuevas” son para los pobres, no para los ricos: si todos somos hijos de Dios, es pecado la explotación del trabajo de los pobres).
Pero el precepto básico del capitalismo es el aprovechamiento del trabajo ajeno. Y la sociedad moderna y su ideología, el liberalismo, lo expresa de este modo: el individuo es más individuo cuanto más libre es y es más libre cuando más se desprende de toda relación que lo haga parte de una comunidad y de toda pertenencia. En eso consiste su “emancipación”. En tal caso, su libertad es individual-ista y se determina como voluntad de poder y dominio. Se libera para apropiarse de lo que es común (para privar a los demás de lo que es común), porque para el individuo liberal, lo común no tiene sentido; por eso como individuos compiten, para apropiarse y beneficiarse de todo cuanto se pueda como algo suyo, o sea, como propiedad privada.
Entonces, toda pretensión crítica, por no desarrollar un desmontaje del fetichismo moderno-capitalista, deja de lado el esclarecimiento de algo que es recurrente en el capitalismo actual: el llamado “síndrome de doña Florinda” o la aporofobia. Esto que también puede ser interpretado como “el pobre enemigo de sí mismo” manifiesta ese proceso de naturalización de las relaciones de dominación, la desigualdad e injusticia que producen las meta-narrativas de la modernidad como cosmovisión burguesa y que enmarcan a todo el horizonte de prejuicios del capitalismo como religión secularizada.
Por eso el capitalismo, mediante el consumo, produce ante todo individuos, cuyo sistema de creencias sintetiza ese proceso de naturalización como religiosidad mundana. En ese contexto, la “teología de la prosperidad”, decanta el horizonte de prejuicios burgués-capitalista en ideología salvífica que funcionaliza al cristianismo en un activismo consagrado a la defensa de los valores y creencias del sistema, es decir, organiza las nuevas cruzadas contra toda alteración al orden establecido.
La diseminación de las iglesias evangélicas en Latinoamérica, es algo que fue sistemáticamente desarrollado como una estrategia primeramente disuasiva, ante el “fantasma del comunismo”; pero, ahora, los centros de inteligencia imperial han rediseñado ésta como ofensiva ideológica de interrupción de procesos democráticos y de permanente desestabilización social y política. El sustento narrativo que les hace potencialmente peligrosas, no es sólo el milenarismo o el relato anhelante del fin del mundo sino la tradición sacrificial del propio cristianismo.
Para ésta, la vida se alimenta de la muerte y el bien ya no ilumina, por tanto, al mal no se le convierte sino se lo destruye; entonces la conversión deja de ser un acto de fe y se vuelve el pago obligado de una deuda infinita. Por eso la salvación ya no salva, pero, como “salvación individual”, se presenta como santa competencia para adquirir la moneda de admisión al reino de este mundo. Por ello es una “teología de la prosperidad”, cuyo propósito es beatificar y consagrar la riqueza de este mundo, como el sacrificio perfecto para el merecimiento de una tierra prometida, que ahora puede ser monetizada y cotizar en los tabernáculos modernos: las bolsas de valores.
El cielo de la teología medieval baja a lo más terrenal y representa la epifanía divina en términos bursátiles. Todo se compra, hasta el paraíso; que ya no está en el más allá sino en los nuevos condominios y “ciudades inteligentes” apartadas del mundanal ruido. Por eso la riqueza se interpreta como bendición y la “teología de la prosperidad” es parte constitutiva de esta nueva espiritualidad como salvación individualista, es decir, como evasión y negación de la realidad. Las burbujas financieras se inflaman ahora por un nuevo tipo de fe que salta al abismo arrastrando a todos al suicidio (ahora hasta deseado por una conciencia social, cuya pulsión de muerte le hace imaginar el fin del mundo como “salvación”).
En ese sentido, el milenarismo evangélico disemina ejércitos de creyentes en la idea de la “guerra santa”. Por eso no es raro que el terrorismo islámico haya sido promovido por la CIA en nombre de la Yihad o “guerra santa”; que no es un concepto exclusivo del Islam, pues los propios cruzados cristianos que, de toda Europa, marchaban para liberar a Jerusalén, entendían aquello como una “guerra santa”. Es de la propia tradición cristiana occidental europea que el Imperio gringo se inventa al enemigo de su globalización: el terrorismo islámico. Pero ahora la ficción ya no funciona, después de los desastres que USA y Europa ocasionaron al llamado –geopolíticamente– Gran Medio Oriente. La aporofobia burguesa debe señalizar un nuevo chivo expiatorio como holocausto de la operación sacrificial necesaria para restaurar el orden. Ese nuevo enemigo es el indio.
La “teología de la prosperidad” fue diseñada para desplazar y anular definitivamente a la “teología de la liberación” o la opción por los pobres. En un continente donde los más pobres son los pueblos indígenas, lo que la “teología de prosperidad” actualiza, como propósito religioso, es lo que la Conquista no concluyó: la extirpación de las idolatrías, o sea, des-almar al indio, extirparle todo resto de reconstitución de su propia subjetividad.
Desde 1994 y la insurgencia maya-zapatista, hasta el establecimiento del Estado plurinacional de Bolivia, el 2009, una nueva narrativa se ha ido instalando en el horizonte político, interpelando y poniendo en duda al paradigma de vida vigente. El Imperio, sus agencias de inteligencia y sus think tanks lo han entendido muy bien: la política se define en la disputa de narrativas. Si un proyecto ya no es creíble, ya no es deseable, entonces, ya no tiene porvenir.
El cinismo actual de los grupos de poder tiene método, lógica y performatividad religiosa, por eso el racismo y el fascismo que desatan no es rechazado sino adoptado como credo teológico. En Bolivia, la aparición de estas iglesias provenientes de gringolandia no es reciente; constituyen un plan de largo plazo que se inicia antes de la segunda guerra mundial y las determina como uno de los brazos operativos de la Doctrina Monroe. En la actualidad operan sobre todo en las clases bajas y coadyuvan al formateo del sentido común en sentido empresarial. En Santa Cruz, los aparatos de ideologización lo constituyen las iglesias y los medios de comunicación, mientras que la Iglesia católica aparece como la portavoz “moral” de los grupos de poder. En tal contexto, no sólo hay un rapto de la verdad sino del alma de una sociedad.
Ante semejante situación, el accionar estatal se ve asediado, cercado y reducido al carácter puramente disuasivo de los procedimientos legales. Todo lo que haga no tiene la fuerza estatal suficiente, porque el chantaje activado por los medios más influyentes, constituye el poder que moviliza un activismo consagrado religiosamente a la “guerra santa”.
Ese es el dramatismo que pervierte la política en un maniqueísmo suicida. Porque para activar semejante “santificación” de un conflicto, el chivo expiatorio (cuyo sacrificio supuestamente nos devuelve al orden, porque supuestamente es el culpable de todos los males) debe ser transformado en un monstruo. Pero, para acabar con un monstruo, hay que volverse monstruo también; de modo que, el relato del chivo expiatorio, cobra un dramatismo que pervierte hasta la utilidad política de ese recurso. Adjudicare todas las culpas al colla, se vuelve el mejor pretexto para transferir responsabilidades exclusivas de las elites cruceñas al Estado central; pero ello no hace más que exacerbar el resentimiento del camba contra el colla, o sea, el indio, y se constituye en el dispositivo ideológico para desatar la política del odio, que sólo conduce al enfrentamiento, o sea, a la guerra.
Esa peligrosidad es lo que el Imperio y sus agencias de inteligencia han diseñado muy bien para minar desde adentro procesos democráticos que pretendan restituir su propia soberanía en plena decadencia del mundo unipolar. El mundo dejará de ser propiedad imperial pero su propia soberbia no permitirá un mundo entre iguales. Por eso, geopolíticamente hablando, el Imperio no busca, por ejemplo, en la guerra provocada en Ucrania, la mantención del equilibrio estratégico, sino lograr siempre ventajas estratégicas. Un mundo entre iguales es imposible para el Imperio; por ello es que, las ventajas estratégicas, son las que mantienen la desigualdad de principio, que un Imperio necesita mantener para seguir siendo Imperio.
Es la misma lógica señorialista de nuestras oligarquías: pueden negociar todo, pero jamás su superioridad; pues condición para que haya señor es que haya siervos. Ese es el odio que congrega a la conciencia social urbana (deformada en los valores señoriales) como base de reclutamiento del fascismo y le hace legitimar un sangriento golpe de Estado el 2019; y es ese odio, entendido como “guerra santa”, el que alimenta una resistencia irracional porque, además, es alentado y justificado por un poder mediático que intoxica la opinión pública para hacerla cómplice del primer crimen que comete la guerra: matar la verdad.
Quienes levantan el nombre de Dios y derraman zozobra a diestra y siniestra y prepotentemente se burlan de la ley que “dicen respetar”, como lo hacía el golpista Camacho, no saben algo: la justicia humana existe para no tener que comparecer ante la justicia divina. El salmo 73 los retrata: “la paz de los impíos. Pues no hay para ellos tormentos; están sanos y rollizos. No tienen parte en las humanas aflicciones y no son atribulados como los otros hombres. Por eso la soberbia los ciñe como collar y los cubre la violencia como vestido. Ponen su boca en el cielo y su lengua se agita por la tierra. Por eso el pueblo se vuelve tras ellos. Helos ahí: son impíos, pero tranquilos constantemente aumentan su fortuna”.
“El pueblo se vuelve tras ellos”. Por eso ven siempre al pueblo como el verdadero peligro de su fortuna, de su riqueza. Anatemizar al pueblo es entonces fundamental para la preservación del orden. Cuando la “teología de la prosperidad” se autodenomina así, es porque se ha divinizado el orden vigente y su propósito es la consagración de la defensa de ese orden; en ese sentido, la aporofobia no es una simple discriminación sino un acto de fe: si la riqueza es bendición, entonces la pobreza es una maldición divina y los pobres son malditos. Por eso la “teología de la prosperidad”, en su pedagogía de adoctrinamiento bíblico, prepara individuos disciplinados, sumisos y obedientes, aptos para un mercado laboral cada vez más exigente. La economía cada vez se restringe, pero las iglesias evangélicas ahora administran el tipo de admisión que el capital pontifica.
Ahora, si el orden no puede ser restituido, entonces, en nombre de Dios –el Dios-capital– se desata la Yihad cristiana. El infierno en la tierra ya lo hemos vivido en nuestro continente, desde la Conquista. Recientemente hemos visto arder Irak, Siria, Libia, etc., por la geopolítica del Anticristo. El Imperio estuvo distraído destruyendo esa región, mientras en la nuestra se iniciaba la “primavera democrática”. Desde entonces, las oligarquías confluyeron en la destrucción sistemática de las insurgencias populares, teniendo a su disposición todos los poderes fácticos que fueron cooptados por el neoliberalismo. Pero la narrativa indígena, que resignificó en muchos casos el horizonte político de nuestros proyectos populares, sigue vigente, y es lo que el Imperio y la complicidad oligárquica pretenden aniquilar.
En ese sentido, lo que la “teología de la prosperidad” realiza como extirpación de las idolatrías puede ser interpretado como la pretensión de aniquilar el espíritu de nuestros pueblos. Eso lo evidenciamos en el golpe realizado el 2019; pues con Biblia en mano, los golpistas pretendieron exorcizar el ajayu de nuestro pueblo. Por eso dice el salmo: “el pueblo se vuelve tras ellos”. Pues el último ámbito desde donde tiene sentido toda resistencia es el espiritual. El campo político es un campo en disputa, pero lo que, en última instancia se disputa, es una forma de vida. Por eso se trata de lucha de narrativas, de cosmovisiones, de creencias últimas.
En 14 años no se comprendió qué significaba una revolución democrático-cultural; eso debía impulsar una revolución pedagógica en todos los ámbitos, sobre todo, de modo estratégico, el militar y policial. Ahora el gobierno se enfrenta a su propia realidad: tiene el gobierno, pero no tiene el poder. En su punto máximo de legitimidad, con un 55% como el máximo de disponibilidad común, no hizo los cambios trascendentales que debía proponerse un partido depositario del triunfo popular ante el golpe y la dictadura (nunca, por ejemplo, debió permitirse que los golpistas sean autoridades, siendo infractores de la propia Constitución).
Ahora hay que saber precisar el tipo de conflicto que se está desatando y, en respuesta a las guerras híbridas que el Pentágono y la OTAN instauran como contención estratégica de su decadencia, hacer lo que todo gobierno popular debiera hacer: impulsar el poder popular. La ideología imperial puede calcular todo, pero no puede calcular el factor pueblo, porque es lo indeterminado, la incógnita dura que las ecuaciones políticas no saben definir. No hay algoritmo que resuelva lo metafísico mismo de toda política.
El infierno que se pretende desatar tiene, con el discurso federalista, un propósito que ni siquiera es advertido por los adherentes al relato camba: la división territorial es imposible en términos prácticos, Santa Cruz está más llena de collas de lo que se cree y eso es lo que establece una conectividad con el altiplano imposible de romper. Hasta se puede decir que El Alto y su influencia es extensible a la misma Santa Cruz. El infierno que se desataría tiene, más bien, la fisonomía de una balcanización inconclusa, es decir, la diseminación del caos indefinido. Porque todos los escenarios de una guerra híbrida, guerra por todos los medios posibles, están ya desplegados, y con el dramatismo maniqueo del relato de la “guerra santa”.
Hoy, más que nunca, la ingenuidad en política es una fatal imprudencia. La violencia desencadenada agenda su propia temporalidad y su propia magnitud. Tiene al poder mediático para mostrarse como espectáculo obsceno, pero que funciona muy bien como “inspirador” del remanente fascista urbano, alimentado por el dogma señorialista de superioridad ante el indio. Ese poder tiene cautiva a la opinión pública que cree que el violento es un santo, justificando la inflamación de la violencia que será adjudicada siempre a quienes pretendan frenarla. La violencia hecha espectáculo genera su adicción y eso ya representa su normalización.
Ese es el papel de los medios de comunicación en un proceso de balcanización: la normalización produce la diseminación del caos; si los violentos aparecen como “santos” y la ley puede ser burlada, entonces, no hay límites, todo es permitido: el fin justifica los medios y no hay moral que se admita. Hasta la defensa se vuelve venganza. Para colmo, si la violencia es interpretada como “guerra santa”, el drama se hace tragedia y la muerte es lo único que vale en una situación donde ya nada vale. En eso consiste la esencia del pecado original: desatar el mal en nombre del bien, sembrar la muerte en nombre de la vida. Las guerras se justifican de ese modo, por eso la primera víctima de toda guerra es la verdad.
No tenemos por qué responder con otra fuerza semejante a la guerra que pretenden desatar en nuestro país. El verdadero poder es estratégico, aunque el peligro sea inminente. Un pueblo organizado no significa estar en las calles todo el tiempo; significa tener consciencia de lo que se es, de su fuerza y su poder y de saber administrarlo estratégicamente, es decir, novedosa e ingeniosamente. Por eso, en la lucha, el pueblo vuelve sobre sí, sobre su historia y cultura, y desde allí se reinventa para enfrentar la adversidad, porque la lucha es siempre de todos los tiempos, de toda la historia. La lucha es nuestra y de todos nuestros ancestros.
Los anhelos de una nueva carta constitucional procedieron de los pueblos indígenas de tierras bajas, de la misma Santa Cruz. Por eso señalábamos que necesitamos de un nuevo proceso constituyente, un proceso de reconstitución del sujeto pueblo. Nuestro país alcanzará la consciencia culminante de lo que es ser plurinacional cuando los pueblos de tierras bajas reinicien la definitiva transformación de nuestro Estado.
Bolivia nació, como país unitario, por concurrencia legítima de las provincias que constituían el Alto Perú. En ningún momento supuso “tratados privativos” con alguna región en particular; por lo tanto, la sola mención cívica de “revisar nuestra relación con el resto del país”, devela ambiciones secesionistas. Pretender que un departamento puede, a gusto y antojo de una ilegítima dirigencia cívica, “revisar su relación con el Estado”, constituye un atentado a la integridad nacional. Una parte no puede sobreponerse al resto del país, adjudicándose un derecho inexistente que pueda condicionar su relación con el todo nacional. Eso supone sedición.
En tal caso, el gobierno tiene todos los argumentos para hacer prevalecer el Estado de derecho ante los grupos de poder. Cierta ingenua percepción oficialista que apunta, como siempre, al desgaste opositor, sólo promoverá la rearticulación de la derecha, mucho más peligrosa, porque su objetivo, fiel al programa imperial, ya no es otro golpe, sino la balcanización del proyecto plurinacional.
Cuando sus analistas de café sólo ven un posible golpe, no consideran que un proceso de balcanización es algo peor que un golpe; porque el golpe todavía mantiene la fisonomía de Estado, aunque sea aparente; pero una balcanización inconclusa e indefinida es la definición del Estado fallido. Para destruir un país no se precisa necesariamente de un golpe de Estado sino, fieles a la doctrina imperial del “caos constructivo”, basta desatar una desestabilización continua y creciente para que la figura del Estado fallido sea el argumento para la intervención irreversible. La política de feudalización o balcanización, que imagina Washington para nuestra región, es sólo posible si la ignición del conflicto proviene desde adentro.
Tratándose entonces de una lucha de narrativas, es preciso, tácticamente, desinflar la burbuja del “exitoso” modelo económico cruceño y mostrarlo como lo que es, en realidad: un literal fracaso. Si el fin de toda producción es producir al productor, ¿qué clase de “éxito” es aquel que produce individuos abiertamente fascistas y racistas, dispuestos a destruir su propio país, constituyéndose en hordas sedientas de violencia y haciendo de la farándula, la frivolidad y la prepotencia su única cultura? Que sus líderes expongan, sin ninguna vergüenza, una ignorancia supina, muestra el grado de degeneración que ha alcanzado una ostentosa riqueza de origen espurio, originada en las dictaduras y “lavada” en gobiernos neoliberales. Ese origen constituye la inmoralidad de la élite camba y lo que define políticamente su vocación antinacional y antidemocrática.
Desinflar el prepotente discurso regionalista camba como lo que es, una burbuja, significa acabar con el mito de que “Santa Cruz alimenta a Bolivia”, o lo que su mediocre intelectualidad pretende hacernos creer: que Santa Cruz es el epicentro de la economía y la política boliviana. Nadie niega su importancia económica, pero la magnificación de su importancia es demasiado sobreestimada cuando los cambios políticos decisivos para la historia reciente de Bolivia, se produjeron en el occidente, para ser más precisos, en el altiplano. Y lo que es Santa Cruz no se resume a la idiosincrasia mediocre de sus logias.
Tal vez, por eso, nuestro destino político, como Estado plurinacional, ha puesto a Santa Cruz como escenario de las pretensiones balcanizadoras de los intereses antinacionales; porque allí quizás nos encontremos definitivamente como pueblo, diverso y plural, como lo que históricamente somos, Jenecheru, que quiere decir: fuego que nunca se apaga.
Por eso resistimos 500 años y refundamos un Estado para hacer de nuestra PachaMama, Yvy Maraey, una tierra sin mal. Porque, como pueblo, como Iyambae, vivir sin dueño, nos propusimos un proyecto político nuestro, que se proponga un “vivir bien”, ese vivir en comunidad, en armonía, lo que en guaraní se conoce como el Teko Kavi o Ñandereko.
Por eso oriente y occidente siempre fuimos complementarios y no opuestos, como dice el regionalismo que impusieron élites que vinieron de otros lados y nunca merecieron la tierra que les dio un lugar para su existencia. Por eso la tierra no los reconoce como hijos, porque se creen dioses con la potestad de decidir quién vive y quién no, y que han degenerado la hospitalidad, esa costumbre cruceña, en una prepotente hostilidad.
El pacto de unidad acaba de declarar estado de emergencia y movilización permanente ante la presente desestabilización. Le toca ahora al gobierno estar a la altura y corresponder decisivamente a ese respaldo. El verdadero poder político proviene del pueblo; en ese sentido, si un gobierno no impulsa, desarrolla y ampara al poder popular, se condena a la soledad y al vacío de poder que acaba inevitablemente en su capitulación.
*Poeta, escritor y pensador boliviano. Estudio música, literatura y filosofía.
Crónica Digital
Santiago de Chile, 10 de enero del 2023