Fragmentos de una historia: la escuela 4, el profesor Aravena y el conjunto Quilahuachi

Hace apenas unos días, el pasado 12 de octubre, se cumplieron 55 años de la fundación del Conjunto de Proyección Folklórica Quilahuachi, conformado por un grupo de niños y niñas de la hoy extinta Escuela 4 de Monseñor Larraín, una agrupación que dejó huellas y que es recordada hasta hoy por la comunidad.

La historia del hasta hoy recordado Conjunto de Proyección Folclórica Quilahuachi se remonta a la segunda mitad de la década del 60, cuando a la recién fundada Escuela Co–educacional N° 4 de Monseñor Larraín, en Las Barrancas, llegó un joven maestro, recién titulado de la Escuela Normal Superior José Abelardo Núñez. Ese profesor era Armando Aravena.

“Días antes de mi llegada, el entonces Director Local del Séptimo Sector Escolar de Santiago –la estructura del Ministerio de Educación a cargo de administrar los establecimientos de educacionales de las Barrancas y Quinta Normal– me entregó la orden correspondiente para presentarme ante el Director de la Escuela 4 de la Población Monseñor Larraín, ubicada en el centro de ese conjunto habitacional”, recuerda Aravena.

Con las instrucciones y la documentación de su nuevo destino laboral en mano, tomó la micro Tropezón hasta su terminal en calle La Estrella, y caminó algunas cuadras hacia el poniente, y luego hacia el sur, en busca de la recién entregada escuela. Pronto, un cartel que señalaba que “Aquí construiremos viviendas de calidad” le indicó que había llegado a la flamante Población Monseñor Manuel Larraín, creada casi en simultáneo con la escuela.

Luego de presentarse ante el recién designado primer director del establecimiento, responsabilidad que recayó en Sergio Olivares, el joven profesor se integró prontamente a sus nuevas tareas.

La premura por entregar rápidamente la escuela a la expectante comunidad hizo que al principio no estuvieran todos los implementos necesarios para la labor docente. Así, “durante varios meses, las salas no tuvieron bancos, ni mesas, ni pizarrones, pero las clases se debían iniciar, los niños tenían que aprender, y por eso, al comienzo, cada alumno debió llevar desde su casa alguna silla o piso en que sentarse, y algo en que apoyar sus cuadernos y libros”, recuerda hoy Aravena.

La precariedad inicial de la infraestructura se fue revirtiendo en base a gestiones ante el Ministerio y la Municipalidad, pero con frecuencia las autoridades respectivas se tardaban demasiado en resolver, obligando a la creatividad y la participación entusiasta de la propia comunidad escolar, incluyendo a los docentes y a los padres y apoderados.

A manera de ejemplo, Aravena recuerda que, en una ocasión, y ante la urgencia de contar con los materiales necesarios para pintar el cierre exterior de la escuela, decidió apelar a la amistad que mantenía con un ex compañero de estudios de la Abelardo Núñez, que por esos años había iniciado una incipiente carrera como locutor de la Radio Corporación, una emisora en la que se desempeñaba como lector de noticias y conductor del programa vespertino “Corporito Show”.

Ese ex compañero de estudios y flamante hombre de radio era Sergio Campos, el mismo que a inicios de la convulsionada década de los 80 se transformaría en la voz característica de la Radio Cooperativa y en un referente del periodismo opositor a la dictadura militar.

“Sergio me dijo que lo pasara a ver a su programa. Fui, y a través de los micrófonos de la radio hicimos un llamado para que nos donaran los materiales. Así conseguimos pinturas, brochas y rodillos, y luego profesores, auxiliares y apoderados pintamos la escuela, que hasta entonces parecía una construcción más del barrio”, rememora Aravena.

UN PROFESOR CON EL FOLKLORE EN LAS VENAS

Aravena había tenido un temprano acercamiento a la música y al folklore. Ya en su primer año de formación en la Escuela Normal, los futuros docentes debían aprender a tocar un instrumento, debiendo elegir entre piano, violín o acordeón. En su caso, optó por este último, accediendo a un acordeón de 92 bajos que le regaló su padre –chofer del Director de la Fábrica de Vestuario y Equipos del Ejército–, luego de encalillarse en un crédito a 48 cuotas “que le descontaban sagrada y mensualmente por planilla”.

Casi al término de sus estudios, Aravena tuvo un encuentro que de alguna manera definiría su pasión por la música chilena, cuando debió realizar una práctica profesional bajo la supervisión de Rolando Alarcón, histórico docente de la Abelardo Núñez, en el curso que este dictaba en la escuela primaria anexa a la Normal, en la que los futuros profesores ponían en acción todos los conocimientos y metodologías adquiridas en las aulas.

Alarcón, además de su rol como formador de sucesivas generaciones de profesores normalistas, había sido el fundador y director del reconocido conjunto de proyección folklórica Cuncumén. Más tarde formó parte del elenco estable de la “Peña de los Parra” y del programa “Chile Ríe y Canta” de la Radio Minería, y fue el autor de canciones como “Mocito que vas remando”, “Niña sube a la lancha” y “Doña Javiera Carrera”, composiciones que lo inscribieron como uno de los referentes del llamado neofolklore y la Nueva Canción Chilena.

Con el dominio del acordeón, las enriquecedoras charlas con Alarcón y la progresiva revalorización de la música chilena, que se tradujo en el surgimiento de múltiples grupos folklóricos, Aravena se integró al conjunto de la Escuela Popular Pedro Aguirre Cerda, que funcionaba al alero de la entidad del mismo nombre. Se trataba de una experiencia de extensión cultural, orientada a un público adulto, principalmente trabajadores fuera del sistema escolar. Desde su local en calle Mapocho, la entidad –dependiente del Ministerio de Educación– disponía de una biblioteca y ofertaba una serie de talleres artísticos como teatro y folklore, y también de oficios como costura y confección, todos a cargo de entusiastas profesores vinculados a la organización gremial del Magisterio.

“Con ese mismo conjunto, pero cambiándonos el nombre a Sinfonía y Color de Chile, actuamos en más de una ocasión en programas radiales y televisivos de la época. Como conjunto de la Escuela Popular Pedro Aguirre Cerda actuábamos en actividades sociales, y con el otro nombre lo hacíamos en los medios”, rememora.

A pocos meses de su puesta en marcha, la Escuela Co–educacional N° 4 había completado totalmente su plantilla de profesores, y cientos de escolares desbordaban sus aulas y jugaban en sus patios de tierra. La Junta de Vecinos facilitó su sede comunitaria para que, en ese ambiente más protegido contiguo a la escuela, se hicieran las clases a los niños y las niñas de primer año básico.

La alta matrícula alcanzada, que se tradujo en casi un millar de alumnos, y la necesidad de mantener a los estudiantes ocupados fuera del horario de clases, hizo que pronto surgiera una amplia oferta de actividades extraescolares, en una suerte de jornada escolar completa, que incluyó talleres deportivos, de ciencia, de folklore y de reforzamiento escolar –entre otros–, a cargo de los mismos docentes. Así, el profesor David Olate comenzó a motivar la práctica del pin pon y del voleibol, en tanto que otro docente recién titulado, José Penela, asumía el trabajo formativo en torno al futbol masculino. La profesora Ana Reyes, por su parte, haciendo gala de su reconocida vocación y su capacidad pedagógica, organizaba el reforzamiento de los niños y niñas más atrasados en su aprendizaje, logrando resultados concretos y haciéndolos leer y escribir en poco tiempo.

A la llegada del profesor Aravena, pronto comenzó a funcionar un taller de folklore, en el que destacaba un entusiasta y comprometido vecino: Hugo Pastorelli, un hombre múltiple, que participaba activamente en todas las actividades promovidas por el Centro de Padres y apoderados de la escuela –en la que estudiaban sus hijas–, al tiempo que formaba parte de clubes deportivos y colaboraba en todo lo que pudiera necesitar la comunidad.

Pastorelli poseía una guitarra Tizona, con la cual se esmeraba –con mucha paciencia y poco éxito al principio– en enseñar a tocar el instrumento a los niños y niñas del taller, entre los que destacaba un grupo de escolares conocidos como “Los Locatelis”. Se trataba de unos alumnos de quinto y sexto básico, que habían sido número fijo en todos los actos de la escuela, por “interpretar” –en realidad hacían fonomímica– los éxitos del entonces famoso Clan 91, un cuarteto que la prensa de la época rotuló como los Beach Boys chilenos, por sus bien logrados y característicos arreglos vocales.

Con todos esos elementos a mano, el profesor Aravena tomó la decisión de formar un conjunto que, bajo su dirección, pudiera actuar en los frecuentes actos cívicos de la escuela, y en las múltiples actividades que se hacían en la comunidad y en la Casa de la Cultura de la Municipalidad de Barrancas, un territorio extenso que por entonces abarcaba las actuales comunas de Pudahuel, Lo Prado y Cerro Navia.

LAS AUDICIONES

Nancy Narváez fue una de las primeras alumnas reclutadas para el incipiente conjunto. Junto a sus padres y hermanos llegó en 1966 a la Monseñor Larraín, en cuya escuela cursó de 5° a 8° año. Hasta ahora recuerda el momento de su audición: “Supe lo del conjunto folklórico y me presenté. El profesor Aravena estaba en una sala, sentado en una silla, con una guitarra. Cuando entré, me preguntó el nombre, de qué curso era y cómo me iba en los estudios, porque recalcó que la primera responsabilidad era las buenas notas. Me preguntó por qué quería participar en el grupo. Me hizo cantar parte de una canción. Con algo de vergüenza la canté, y debí haberlo hecho bien, porque quedé seleccionada de inmediato”.

Una tras otras se sucedían las audiciones y las nuevas incorporaciones al conjunto, que aún no tenía nombre. Pronto se integraron Pedro Klein, Arturo Sariego, Juan Carlos Lara, José Valdés, Luis Pozo, Luis Morales, Mario y Humberto Vega, Hortensia Torres, los hermanos Elizabeth, Mónica y Ricardo Gutiérrez, Vigma Matus, Raquel Velásquez, Eliana Vázquez, Ximena Calixto, Marcela Torres, Marcia Acuña, María Pastorelli, Enrique Barraza y Elizabeth Vega, entre muchos más.

Los ensayos del novel conjunto comenzaron a hacerse todos los sábados entre las 17 y las 20 horas, aprendiendo las primeras canciones, ensayando los primeros pasos de cueca, riéndose con cada error, celebrando cada logro alcanzado, hasta que un día, por fin, el profesor Aravena decidió que era el momento de tener un nombre. El calendario marcaba el 12 de octubre de 1967. Ese día nació oficialmente el Conjunto de Proyección Folklórica Quilahuachi, una voz que venía del mapudungun, y que significaba Tres Trampas: el canto, los instrumentos, el baile.

LOS PRIMEROS AÑOS

Luis Morales, que había llegado en 1966 a cursar 5° básico a la Escuela 4, recuerda la falta de recursos que caracterizó los primeros meses del flamante conjunto, y la creatividad con la que se hicieron de los primeros instrumentos: “Al principio, la de don Hugo Pastorelli fue la veintiúnica guitarra con la que contamos. Luego el Lucho Pozo apareció con otra. El profe nos enseñó a fabricar un tormento y unos sencillos panderos, que fueron hechos con tapitas de bebidas. Para marcar el ritmo usamos una quijada de burro que nos encontramos tirada por ahí”.

“Como necesitábamos juntar algo de dinero para costear nuestros gastos, decidimos fijar una pequeña cuota semanal”, rememora Nancy Narváez. “Fui elegida tesorera del conjunto y era la encargada de cobrar la cuota, obviamente que pequeña, porque éramos niños y niñas de familias mayoritariamente pobres. Pero aun así igual juntábamos algunos pesitos, con los que nuestras mamás iban a Independencia a comprar las telas con las que ellas mismas hacían nuestros trajes, en sus máquinas de coser”, agrega.

El flamante director del conjunto, por su parte, continuaba apelando a sus contactos, especialmente en la radio, por entonces el principal medio de comunicación social. “Uno de mis maestros de la Escuela Normal era libretista de un programa de la Radio Chilena, y se me ocurrió acudir a él para que nos ayudara a conseguir algunas colaboraciones que nos permitieran quedar mínimamente equipados de trajes e instrumentos indispensables para nuestra labor”, cuenta. El programa era, ni más ni menos, “El Malón de la Chilena”, que era conducido por el afamado locutor Hernán Pereira, uno de los con mayor audiencia de la época, que incluía concursos con participación en vivo del público invitado, que a diario colmaba los estudios de la emisora, ubicados en el décimo piso de un edificio en la esquina de las calles Nueva York y La Bolsa, en pleno centro de Santiago.

Los niños y niñas del Quilahuachi incluso fueron a la incipiente y aún experimental televisión chilena, a participar en el programa “El rincón del tío Alejandro”, que se emitía en vivo desde los estudios del Canal 9, de propiedad de la Universidad de Chile, y que conducía Alejandro Michel Talento. Durante su participación, los niños y niñas se enfrentaron a la prueba “su peso en dulces”, que consistía en entregar el equivalente en golosinas del peso corporal de un participante. La elegida fue Hortensia Torres, que consiguió unos 40 kilos de caramelos.

De ahí en más, el Conjunto Quilahuachi comenzó a actuar en múltiples escenarios: en actos cívicos en otras escuelas de la comuna, en juntas de vecinos, en inauguraciones de fondas, esquinazos y encuentros folklóricos en la Casa de la Cultura de Barrancas, que organizaba el entonces alcalde Benedicto Flores.

Alberto Muñoz, fundador e histórico dirigente de la Población Monseñor Manuel Larraín, recuerda con emoción el surgimiento de la Escuela 4 y el desarrollo del Quilahuachi. “Yo llegué acá cuando aún no había nada, y vi cómo surgió la organización. A la edad de 25 años fui electo presidente de la primera Junta de Vecinos, y todos nos alegramos mucho con la apertura de la escuela, y con el trabajo de esos profesores jóvenes, tan entusiastas, capaces de organizar cosas maravillosas como ese conjunto folklórico de niños y niñas del barrio”.

A la par de sus actividades vecinales, Alberto Muñoz también era el presidente del Sindicato de Cristalería Yungay, una fábrica con una planta cercana entonces a los 700 trabajadores emplazada en Quinta Normal, en la que también actuaron los Quilahuachi, invitados por él, con ocasión de las tradicionales fiestas de Navidad en las cuales se agasajaba y entregaba juguetes a los hijos de los operarios y empleados de la empresa.

Mientras, seguían llegando niñas y niñas al conjunto, cuyo elenco llegó a estar entre los 20 y los 25 integrantes.  Ya contaban con mejores trajes, e incluso Luis Morales, que junto a Pedro Klein oficiaban como bailarines principales, logró lucir, orgulloso, la indumentaria clásica del hombre de campo, botas y espuelas incluidas.

El 12 de octubre se instituyó como un día de celebración interna, y se hizo tradicional un paseo al Fundo Santa Elvira, en Noviciado, un sector rural de Barrancas. Allí, en un ambiente más distendido, el profesor Aravena y sus colaboradores más estrechos, tales como Hugo Pastorelli y Anselmo Acuña –otro entusiasta vecino y activo apoderado de la escuela, fotógrafo de profesión y responsable de muchas de las imágenes de esa época–, compartían un asado, jugaban y cantaban al calor de una guitarra.

¡A TEMUCO LOS BOLETOS!

Con el grupo consolidado internamente, el profesor se propuso llevar al conjunto más allá de los límites de la comuna. Tratándose de una escuela precaria de un barrio pobre, la sola concreción de la idea era, en sí misma, un tremendo logro pedagógico. Juan Carlos Lara, integrante de la primera formación del Quilahuachi, así lo recuerda: “El profe nos llevó a Melipilla. Imagínate, para nosotros, que en su gran mayoría no habíamos salido nunca de Barrancas, era casi como una gira internacional”.

En Melipilla, Quilahuachi participó en un encuentro organizado por la Confederación Nacional de Conjuntos Folclóricos, que se hizo con el apoyo de la Consejería Nacional de Promoción Popular, organismo creado durante el gobierno del entonces Presidente de la República, Eduardo Frei Montalva.

El conjunto de la Escuela 4 actuó en el Cine Palace, entonces principal sala cinematográfica de la zona, de propiedad del empresario de ascendencia árabe José Massoud Sarquis. Antes de su actuación, dos de sus miembros fueron entrevistados en los estudios de Radio Ignacio Serrano (CB 54), de propiedad del mismo emprendedor. Se trató de Luis Morales y Pedro Klein, quienes aprovecharon de entonar algunas tomadas, acompañados por el acordeón del profesor Aravena y la guitarra de Hugo Pastorelli.

En enero de 1971, el Quilahuachi realizó una gira por la actual Región de la Araucanía, que los llevó hasta Temuco, capital de la Provincia, y a otras ciudades y pueblos del interior. “Eso fue una auténtica aventura para todos, muchos de los chiquillos ni siquiera conocían la Estación Central”, recuerda Luis Morales.

Precisamente desde la Estación Central partió el vagón repleto de niños y niñas folkloristas de Monseñor Larraín, acompañados por los profesores Armando Aravena, Blanca Órdenes y René Mardones, más algunas apoderadas. El director del Quilahuachi recuerda que los pasajes ida y vuelta en tren fueron gestionados ante la Empresa de Ferrocarriles del Estado: “Era una empresa pública, con sentido social, y los pasajes, ida y vuelta, los conseguimos en forma gratuita”.

Los niños alojaron en colchonetas en una escuela de la ciudad, en tanto que las niñas lo hicieron en casas particulares donde fueron acogidas por familias locales, con el solo compromiso de recibir en Santiago a las hijas de esas familias, cuando estas vinieran a la capital, en una suerte de intercambio estudiantil.

En Temuco, la agenda del Quilahuachi fue intensa: una entrevista en los estudios de Radio La Frontera, una actuación en la Plaza de Armas de la ciudad, otra en un acto en el local provincial de la CUT y, por supuesto, la infaltable subida al Cerro Ñielol, emblema turístico de la ciudad.

Durante 1971, el fundador del conjunto contrajo matrimonio con su prometida, en una ceremonia que se realizó en la Basílica de Nuestra Señora de Lourdes, en Quinta Normal. A esas alturas, el afecto que los niños y niñas del Quilahuachi sentían por su mentor los hizo organizarse para llegar a la iglesia, y ofrecer lo que mejor sabían hacer: un esquinazo y un pie de cueca, al que se sumaron entusiastas los flamantes recién casados.

Elizabeth Gutiérrez, otra de las niñas de la primera época del conjunto, describe su paso por Quilahuachi como una época feliz, en la que se logró un ambiente muy familiar. “Incluso se formaron muchas parejas entre integrantes, que luego se casaron: Eliana Vásquez y Arturo Sariego, Aida Montano y Víctor Belmar, mi hermano Ricardo con Elizabeth Vega. De alguna manera generamos una comunidad, siempre hay un lazo que nos une, hemos reído y llorado juntos, y eso es lo que nos une”, señala.

“El profe Aravena nunca imaginó que nuestro conjunto se transformaría en una familia, los que estuvimos al principio y los que se sumaron después. Todos se constituyeron en la gran familia que somos hoy día”, destaca Juan Carlos Lara.

“Probablemente, mis años en Quilahuachi fueron los años más felices de mi vida, y eso jamás, nunca se borrará de mi corazón”, concluye Nancy Narváez.

Por Juan Azócar Valdés. El autor es periodista.

Santiago, 15 de octubre 2022.

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