Por Erasmo López Avila, periodista.
Esta madrugada he despertado muy temprano y me ha golpeado constatar que la inesperada partida de Enrique Martini, en las últimas horas de un jueves 5 de octubre, no ha sido una pesadilla nocturna sino que una dolorosa realidad.
Hace poco más de un mes, en la víspera del reciente plebiscito, fue uno más entre los casi veinte periodistas (hombres y mujeres) que periódicamente nos reunimos a almorzar en torno a la llamada “Mesa de Don Camilo” (por Camilo Henríquez).
Enrique era el Decano de esta veintena de experimentados (un guiño para omitir decir veteranos) comunicadores sociales que tenemos un crucial punto en común.
Ese punto en común destaca por sobre varios otros: todos nuestros gastados corazones estàn un poco más a la izquierda que el resto de los mortales reporteros cotidianos de la
vida que aún, porfiadamente, seguimos siendo.
La última imagen que tengo de Enrique de ese día en el almuerzo en un local de la Plaza Pedro de Valdivia fue que, después de que lo habíamos visto despedirse, regresó presuroso y retiró desde su silla vacía su fiel compañero de siempre: su maletín de cuero café, gastado, antiguo, envidiable, “flaco”, misterioso, con quizás qué crónica iniciada o terminada entre sus separaciones internas.
Lo vimos regresar a la mesa, recoger su maletín, respirar aliviado (ahí lo esperaba su compañero), mirarnos con un gesto de auto reproche en el rostro, y volver a despedirse para partir nuevamente con su paso rápido y seguro hacia la luz de la puerta de salida.
En estos minutos de madrugada de un viernes negro constato que esa imagen de Enrique despidiéndose con su mano derecha en alto y su maletín colgando de su brazo izquierdo fue un anticipo premonitorio de lo que ocurriría un jueves 5 de octubre.
Mi colega y camarada Enrique Martini es hoy el primero de los integrantes originales de la Mesa de Don Camilo que nunca más estará presencialmente entre nosotros.
Su silla estará vacía, pero las próximas reuniones de estos periodistas camilistas estará colmada de imágenes, recuerdos, frases, risas, ironías, gestos, opiniones, copuchas.
Estarán moviéndose y tintineando ágiles entre copas, platos, servilletas y servicios, para testimoniar que el Decano, nuestro inolvidable Decano, seguirá allí, siempre presente, mientras dure este grupo de veteranos comensales.
No puedo cerrar este minuto de madrugada triste sin advertir que Enrique era nuestro Decano, no porque era el menos joven de todos nosotros, sino que, principalmente, porque tácitamente reconocíamos en él (y lo seguiremos haciendo) un sello indeleble: el de Maestro.
Honor y gloria a un comunista y periodista consecuente, eternamente joven y vital, que convirtió su vida en una causa revolucionaria, tras las utopías que ambos compartimos.
Al final, lo sabías y lo anticipabas,
¡Venceremos!