Fue una fría mañana del miércoles 10 de julio de 1985, hace 35 años, cuando ocurrió un hecho que todos los diarios del país, al día siguiente, informarían con sendos titulares rojos en sus portadas, señalando que “vándalos destruyeron el Liceo A 12”, un establecimiento educacional ubicado en Avenida Bustamante, en Providencia. La revista “Ercilla” comentó que “la vandálica acción de un grupo de exaltados” había ocasionado “enormes destrozos y lesiones a personas que estaban en su interior”, agregando que la acción “conmocionó a la opinión pública”.
Efectivamente, por primera vez la opinión pública posaba su mirada en la rebeldía de los estudiantes secundarios. No era la primera movilización de masas de los liceanos. De hecho, ya se habían hecho frecuentes sus periódicas marchas por la Alameda, e incluso durante los años 1983 y 1984 se habían producido las tomas de los Liceos 6, Valentín Letelier y Darío Salas. Pero la toma del Liceo A 12 conjugó dos factores que previamente no se habían dado: había logrado contar con el respaldo de la totalidad de la oposición política a la dictadura, incluyendo a los sectores más moderados, y había concluido con un hecho impactante: más de 300 jóvenes fueron detenidos por fuerzas especiales de Carabineros, en el marco de un gigantesco operativo que fue transmitido casi en directo por Radio Cooperativa.
Patricio Rivera era entonces el presidente de la Asociación Secundaria de Estudiantes Cristianos (ASEC), expresión de la Juventud Demócrata Cristiana entre los liceanos. Fue el promotor de la idea de emprender una toma del establecimiento, en el que estudiaba desde ese mismo año. Fue la experiencia de convergencia de todos los estudiantes democráticos que se generó desde los comienzos de ese año escolar en el Liceo A 12 lo que lo empujó a intentar la unidad para levantar el movimiento estudiantil secundario. Hasta entonces ello no había sido posible pues la ASEC había actuado de manera separada de la Coordinadora de Organizaciones de Enseñanza Media (COEM), plataforma que articulaba a los liceanos vinculados a las diversas expresiones de izquierda de la época.
Cuatro meses antes, el miércoles 11 de abril, Patricio lo conversó por primera vez con Víctor Osorio, quien integraba el elenco directivo del COEM, en la sede de la Comisión Chilena de Derechos Humanos, en Huérfanos con Almirante Barroso. Fue el punto de partida de la formación del Comité PRO FESES (Federación de Estudiantes Secundarios).
Su Comité Ejecutivo quedó conformado por tres dirigentes del COEM: Laurence Maxwell, militante comunista y dirigente de la zona oriente de esa organización; Gonzalo Durán, de la JS Almeyda y también dirigente de la zona oriente; Víctor Osorio, de la Izquierda Cristiana y dirigente de la zona centro. Junto a ellos, Patricio Rivera, principal referente de la ASEC, y Rodrigo Mendoza, representante de la Acción Democrática Estudiantil (ADE), una pequeña entidad cercana a la Socialdemocracia.
Fue en la Comisión Chilena de Derechos Humanos, en la sede de la JDC en la calle Fanor Velasco y en un centro de estudios de la DC en calle Carrera donde se realizaron las primeras reuniones del incipiente Comité Pro FESES. Allí se determinaron sus rasgos esenciales: un equipo colectivo de conducción y funcionamiento en asamblea, y un camino basado en la desobediencia civil y la movilización social para confrontar el proyecto dictatorial de la educación de mercado y para reconstruir en forma democrática la FESES, que había sido puesta en la ilegalidad luego del golpe de Estado, cuando además se estableció que las directivas de los Centros de Alumnos deberían ser designadas por la autoridad.
Patricio Rivera partió prematuramente de este mundo a mediados del 2010. Pero tuve la oportunidad de conversar en forma extensa en los años previos sobre su experiencia, en el marco de los preparativos del libro “La Rebelión de los Pingüinos. Apuntes para una historia del movimiento estudiantil secundario en dictadura”, que publiqué en el año 2016,
Rivera me contó que la ASEC se comprometió a fondo con el camino de la unidad social y política sustentada en la movilización de los estudiantes secundarios, lo que muy pronto se comenzó a cuestionar al interior de la colectividad de la flecha roja. Ello hizo crisis en el marco de los preparativos de la toma del Liceo A 12. Desde la conducción nacional de la Juventud Demócrata Cristiana se les prohibió que asistieran a la actividad a pocos días que se concretara.
El 8 de julio, Rivera expuso el problema a Osorio, en la esquina de Alameda con Roberto Pretot –hoy Tucapel Jiménez–, mientras apuraban unas sopaipillas compradas en un puesto callejero. Pese a la dificultad, Rivera le señaló que estaba resuelto a no dar pie atrás, que la ASEC participaría, aunque había temor entre sus miembros por eventuales represalias de su partido.
Al día siguiente, según me contó Rivera, organizó una asamblea general de la ASEC en un lugar diferente a la sede central de la JDC, en dependencias del Instituto Latinoamericano de Estudios Sociales, en la primera cuadra de Almirante Barroso, muy cerca de la Alameda. En esa reunión conversó con sus bases y les dijo “que la cuestión iba sí o sí”,
El día de la toma, los jóvenes del Comité Pro FESES llegaron puntualmente a la esquina de Santa Isabel con Vicuña Mackenna, diez minutos antes de la hora de ingreso normal de los alumnos a su establecimiento. Exactamente a las 8:30 horas, irrumpieron al interior del liceo por la puerta de Santa Isabel con la pequeña calle Arquitecto Reyes Prieto. Desde ese momento los hechos se precipitaron y superpusieron a enorme velocidad.
En sólo cinco minutos el Liceo A 12 estuvo bajo control de las diversas brigadas operativas y del conjunto de estudiantes movilizados por el Comité Pro FESES. Las puertas fueron cerradas con gruesas cadenas y candados. La directora y los profesores, los auxiliares y paradocentes fueron retenidos en una sala de la zona de las oficinas de la Rectoría. Las oficinas administrativas y sus respectivos teléfonos fueron copadas por los estudiantes. Las brigadas de defensa se desplegaron por todos los rincones y en los techos se instalaron rápidamente mesas y sillas para proteger los defensores y obstruir la acción policial. Se instalaron lienzos y banderas chilenas en diferentes puntos. Un lienzo proclamó la consigna que acuñó el movimiento liceano ese año: “Seguridad para estudiar, libertad para vivir”.
Mientras Maxwell y Rivera intentaban comunicarse con el Ministerio de Educación, los estudiantes del mismo Liceo 12 se sumaban mayoritariamente a la toma y Osorio daba inicio a un acto en el patio central, trepado en el estrado de cemento. Megáfono en mano, explicó los motivos de la ocupación, exponiendo los contenidos del pliego reivindicativo de los estudiantes, la demanda por la democratización de los Centros de Alumnos, la crítica al modelo neoliberal de educación –utilizando por primera vez la frase “educación de mercado”–, la exigencia de democracia para Chile.
Aun no concluía su intervención, cuando un par de anónimos alumnos del establecimiento, subió al estrado portando dos fotografías oficiales de Pinochet, sacadas desde las oficinas de la Rectoría, quemándolas en medio de la algarabía colectiva.
La primera hora de la toma transcurrió repleta de alegría y combatividad. El único incidente corrió por cuenta de una profesora que sufrió un ataque de histeria y un desmayo, razón por la cual los mismos estudiantes llamaron a una ambulancia para sacarla, debiendo forzar las rejas de la salida por Bustamante.
Pronto llegaron todos los medios de comunicación y la Radio Cooperativa comenzó a emitir numerosos despachos informativos, lo que haría a lo largo de toda la jornada, permitiendo que todo el país conociera casi minuto a minuto la evolución del episodio.
También se realizó un plebiscito, para que los estudiantes se pronunciaran respecto de eventuales elecciones democráticas de Centro de Alumnos. Laurence Maxwell cuenta que, mientras se preparaba la toma, “en el Ejecutivo del Comité propuse la realización de un plebiscito dirigido a los alumnos (…) No sé bien por qué razón, pero en el Pro FESES no me pescaron mucho con la idea, pero llegado el día se reevaluó, al calor del estado de ánimo de los cabros, y se realizó. Claro que no había nada preparado: se improvisó una urna y los votos también, que se hicieron con el anverso de parte de los panfletos que teníamos”.
Mientras se realizaba el plebiscito y había pasado la primera hora de la toma, llegó el un primer bus policial por Avenida Santa Isabel.
Aproximadamente a las nueve y media de la mañana, un enorme despliegue de carabineros con helicópteros, tanquetas, radiopatrullas, furgones, buses, carros lanza–agua y lanza–gases estableció un duro cerco en torno al liceo. Comenzaron por impedir el paso de los numerosos curiosos y los no menos cuantiosos apoderados que se habían reunido. Los esfuerzos por comunicarse telefónicamente con el Ministerio de Educación para abrir un diálogo habían sido infructuosos. Tampoco Carabineros aceptó la propuesta que le formuló el Comité Pro FESES: abandonar en forma pacífica el liceo a cambio de que no hubiera detenidos. La única respuesta del oficial a cargo del operativo, el coronel Yerko Yaksic Lavcevic fue: los jóvenes deberían abandonar el liceo por su voluntad y sin poner condición alguna. Es decir, someterse a su más que probable detención.
Entre el alumnado, los rumores, las expectativas y los miedos se desparramaron con velocidad. Los dirigentes centraron su esfuerzo en mantener la calma y el orden.
Cerca de las diez de la mañana, todos los recursos policiales comenzaron a desplegarse en el entorno del establecimiento. Era la evidente puesta en marcha del desalojo violento. Mientras la policía se daba tiempo, Maxwell recuerda que emplazó en varias ocasiones a los Carabineros y habló con la prensa, junto a la puerta del liceo que da hacia Bustamante, acompañado –entre otros– por Gonzalo Durán.
Finalmente, frente a la clara evidencia de la decisión de la dictadura, los dirigentes del Pro FESES decidieron deponer la toma e intentar reducir el costo represivo. Sin comunicar aún la crucial resolución, los dirigentes del Comité corrieron desesperados por la totalidad de los rincones del liceo: había que hacer bajar a los defensores apostados en los techos; distribuir carnés, insignias y libretas del liceo a los jóvenes que venían desde otros establecimientos, obtenidos de las oficinas administrativas, para posibilitar que no fueran detenidos. Casi nadie cuestionó el sentido de las instrucciones, siguiendo las orientaciones que fueron entregadas previamente. “En 15 minutos se logró que todo el mundo se sentara en el suelo del patio”, recordó Rivera.
Osorio se subió a una mesa en el patio, en el sector de la Rectoría, y utilizando el megáfono comenzó a hablar, insistiendo en la necesidad de que se mantuviera la calma y se siguieran las orientaciones del Pro FESES. En eso estaba cuando los vidrios de la puerta de Bustamante se reventaron en pedazos, e ingresó el primer policía con casco, escudo y luma en mano. A continuación, ingresaron decenas y decenas de policías por todos los accesos. En menos de dos minutos las Fuerzas especiales estaban desplegadas por todo el establecimiento. Los estudiantes se sentaron en el patio. Un bus policial derribó un portón trasero y se introdujo en el liceo. Un helicóptero policial se desplazaba amenazante sobre el lugar.
Afuera, centenares de apoderados gritaban desesperados, en tanto que los gráficos de la Asociación de Fotógrafos Independientes (AFI) intentaban conseguir las mejores imágenes y los reporteros de Radio Cooperativa transmitían en directo lo que ocurría, para todo el país.
El inspector general, Fernando Barraza, informó a viva voz que podrían salir solamente los estudiantes que pertenecían al A–12. Los otros, amenazó, serían puestos inmediatamente a disposición de la policía. Las unánimes protestas, con rechiflas y gritos y con adolescentes poniéndose de pie, fueron acalladas rápidamente, a lumazos.
En un espontáneo gesto de solidaridad los estudiantes del liceo comenzaron a apadrinar a estudiantes foráneos. Les entregaron información de la identidad de los profesores y los integraron a sus respectivos cursos, los que empezaron a salir en orden y formados. Algunos cursos aparecían con filas interminables de hasta 80 alumno. Muy pocos escaparon. Los inspectores se encargarían de cumplir la deshonrosa tarea de la delación.
Yo estaba en la condición de foráneo, ya que era alumno del Liceo Barros Borgoño y como muchos estudiantes de decenas de otros liceos presentes en la toma, candidato seguro a ser detenido. En esos momentos de tensión me convertí en el protegido de una alumna del Tercero B del Liceo A 12. Durante la toma, encapuchado y todo, había pasado más tiempo conversando con ella que cuidando el sector que tenía a cargo. Cuando se formaron las filas para hacer salir a los alumnos locales, me sumó a la de su curso, y me hizo memorizar el nombre de todos sus profesores. Al llegar a la puerta, el oficial de Carabineros y un inspector me interrogaron sobre quienes eran todos los maestros. Pasé en forma impecable la difícil prueba, cuya aprobación era la libertad. Hastiado del interrogatorio, y aun no convencido de que yo fuera alumno del A 12, el inspector sacó su última carta: “Dígame, joven… ¿quién soy yo?”. Ese fue el único nombre que mi circunstancial amiga olvidó entregarme.
Resignado, entregué mi brazo a un carabinero. En el camino hacia el bus policial, el policía que me llevaba clavaba su luma en mi espalda y me decía: “¿Pa’ que nos hacís perder tiempo, pendejo conchetumadre?”…
A pesar de que el propósito policial era capturar los estudiantes que no pertenecían al A 12, también fueron arrestados 14 alumnos del mismo establecimiento. Ello permitió luego a la dictadura militar y la prensa oficialista aseverar falsamente que la toma había contado con el respaldo sólo de estos 14 jóvenes, sugiriendo entonces que la mayoría del alumnado la había rechazado. Se omitía que la mayoría de los jóvenes del A 12 respaldó la toma, como lo demuestra su masiva participación en el plebiscito realizado.
El coronel Yaksic, a cargo del operativo policial, detuvo a 315 jóvenes y adolescentes. Fueron trasladados hasta la 19° Comisaría de Providencia, en la Avenida Antonio Varas. Decenas de ellos fueron maltratados y golpeados durante la detención misma y en el trayecto hasta el recinto policial. “No necesitaban golpear tanto”, comentó después Jessica Ratinov, alumna de Primer Año del Liceo A 12 a la revista de la Vicaría de la Solidaridad.
Todas las mujeres fueron subidas a un único bus. Durante el trayecto al recinto policial gritaron consignas y entonaron “El Pueblo Unido”. Su situación cambió en el cuartel policial, cuando personal femenino de Carabineros se hizo cargo de las alumnas detenidas. En la comisaría, luego de tener a los varones de pie y en “posición firme” por horas en el patio, fueron encerrados en un gimnasio. Las mujeres quedaron bajo custodia de carabineras y recluidas en otra dependencia.
En la tarde llegaron tres “civiles no identificados”. Todos con bigotes, con lentes oscuros y parkas azules, radiotransmisores, pistolas en la sobaquera y libretas negras. Durante unas cuatro horas, que parecieron eternas, se pasearon lentamente frente a los adolescentes, fijando la mirada en cada uno de ellos… hasta que alguno les parecía sospechoso, por la vestimenta, el aspecto o algún otro factor desconocido, y lo sacaban fuera del lugar, quizás para interrogarlo. La tensión era asfixiante. Las frentes de muchos liceanos estaban empapadas en sudor. En total, 26 alumnos fueron “elegidos” por los civiles no identificados.
Ya entrada la noche, los estudiantes fueron gradualmente dejados en libertad. Afuera los esperaban padres, periodistas opositores, dirigentes del magisterio y de las federaciones universitarias. Muchos lloraban de alegría. Otros, puño en alto o con los dedos en V, entonaban el Himno Nacional. Pocos días después, en un hecho inédito en tiempos de la dictadura, renunciaba el Ministro de Educación, Horacio Aránguiz.
En la revista “Análisis”, el abogado Jaime Hales escribió una vigorosa columna de opinión: “Tengo la impresión que el país está enloqueciendo. Todos y cada uno de los que aquí vivimos estamos enfrentando un mundo polarizado y conflictivo, cambiando verdad por mentira según la voluntad de los que mandan y los que manipulan los medios de comunicación (…) Y brota la esperanza cuando menos se espera. Porque las principales víctimas de este mundo de extremos, de enemigos, de blanco y negro, de historias de mentira, son los jóvenes educados bajo el imperio del actual régimen. Ellos tendrían que creerlo todo, comulgar con todas las ruedas de carreta y más, despreciar todo lo que no sea el proyecto imperante. Así tendría que ser. Pero no es así, a Dios gracias”.
“Estos jóvenes secundarios de varios colegios, de todas las posiciones –sin posición, incluso–, de variadas organizaciones, fueron capaces de asumir sus demandas reales y concretas, alzar la frente para ver si había restos de futuro y con los ojos y las manos llenas de rebeldía asumir su tarea: se tomaron el liceo del parque. Ellos superaron barreras, vencieron la palabra mentira, derrotaron el individualismo y descubrieron la solidaridad. Soportaron los golpes, aunque luego se les dijera que nadie les pegó; asumieron que se les iba a tachar de terroristas y nada les importó, porque, aunque nadie se los hubiera dicho, llevaban la verdad circulando por sus venas y les ardían las manos de impaciencia”, escribió.
Y concluyó: “Frente a la locura del país, ellos han puesto una gota de esa otra locura indispensable: la locura del corazón, aquella que permite entregar energías sin esperar retribución, sólo sabiendo que se está sembrando para la historia y se está siendo fiel con la conciencia”.
Por Juan Azocar Valdés. El autor es periodista y es autor del libro “La Rebelión de los Pingüinos. Apuntes para una Historia del Movimiento Estudiantil en Dictadura”.
Santiago, 11 de julio 2020.
Crónica Digital.