Por Osvaldo Cardosa S : Brasil y la mascarilla de guerra

Por Osvaldo Cardosa

Cada guerra tiene su símbolo. En la batalla contra el virus SARS-CoV-2, causante del Covid-19, el uso de mascarillas aflora como emblema para prevenir la propagación de la dolencia.

 

De regreso a Brasilia luego de unas vacaciones de fin del 2019, me sorprendió la pandemia, el mayor reto sanitario a escala mundial en este siglo.

Tras el brote en China, el Ministerio de Salud confirmó el 26 de febrero un primer caso de contagio en Brasil: un hombre de 61 años que visitó Lombardía, norte de Italia.

Días más tarde, se ratificó el segundo, un joven procedente de Milán, Italia, país con mayor número de infectados fuera de Asia, por aquel entonces.

Recuerdo que el paciente de 32 calendarios, quien viajó con tapaboca, sintió los síntomas (fiebre, tos, dolores de garganta y cabeza) de regreso a Sao Paulo.

Ante tal hecho, llamé a un colega que solo acertó decir: ‘todavía no hay pruebas de que el patógeno esté circulando en territorio nacional’.

Desde ese momento se activó mi perturbadora búsqueda de una mascarilla. Recorrí varias farmacias y en todas las mascarillas se habían agotado.

En esos devaneos exprimí la memoria y apareció una máscara antigás que conservo de profesionales del canal Telesur para amparo en actos callejeros.

Cuando comenzó la cuarentena, salí encubierto con el bizarro equipo al mercado y a realizar coberturas. Deduje de una vez y por toda la necesidad imperiosa que tenía que cuidarme por mi cercanía a la edad de riesgo.

Sin embargo, el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, trasgredió irresponsablemente el aislamiento y, en ocasiones, paseó y montó moto acuática sin protección por el Distrito Federal.

Percibí, además, cómo madres con niños, ancianos y dueños de perros desafiaban el confinamiento y sin nasobuco disfrutaban en un parque o de una improvisada caminata.

Muchos circulaban con el tapaboca colgado de la cintura o alrededor del cuello.

‘No comparto esta paranoia. Estamos al aire libre y de esta manera es más difícil contraer el virus’, me comentó un hombre de 63 años, renuente a proteger parte de su rostro, como émulo del exmilitar gobernante.

No obstante, otros preocupados por la Covid-19, como Camila Sampaio, propietaria de una tienda, anunciaron en redes sociales la producción y venta de máscaras caseras.

La empresaria confeccionó los tapabocas con retazos de telas. ‘Poco a poco los estoy poniendo a disposición en el sitio, en unos 15 minutos están agotados’, afirmó.

Sampaio destinó los fondos recaudados a la compra de canastas básicas para desfavorecidos. ‘Tenía suficiente tela y elástico. Recibí donaciones de otras tiendas que apoyan la causa’, agregó.

Eruditos aseguran que el uso del cubreboca resulta solo una medida complementaria y no reemplaza las disposiciones establecidas, como lavarse bien las manos y evitar tocarse la boca y nariz.

Comprendí entonces que el exiguo conocimiento científico sobre el virus, su alta velocidad de difusión y capacidad para causar muertes, generan incertidumbres sobre cuáles serían las más valiosas estrategias a utilizar para enfrentar la calamidad.

Para Brasil, los desafíos son aún mayores. En medio de una grave crisis política, debate cómo frenar la transmisión vírica en un panorama de profunda desigualdad social, con poblaciones que subsisten en condiciones precarias de vivienda y saneamiento.

Sus cada vez más ascendentes cifras de pérdidas humanas y contagios por la Covid-19 asfaltan el camino para que el gigante suramericano se convierta en epicentro mundial de la pandemia.

Por el momento, cambié la careta antigás por tapabocas higiénicos descartables y dos muy veneradas mascarillas caseras, cual escudos me resguardan por estos luctuosos días en la vida.

Brasilia, 5 de junio 2020
Crónica Digital/PL

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