Pasamos por la Plaza de la Dignidad a eso de las tres de la mañana. En penumbras, con el olor irritante de los gases lacrimógenos aún flotando en el ambiente, la imagen parecía la de una ciudad devastada y en ruinas, una que ya lleva tres meses soportando estoica los disparos y las cargas de una fuerza policial que actúa como un cobarde ejército de ocupación. A esas alturas, habíamos tomado ya conocimiento de la dura reacción de la derecha por la presencia de un grupo de jóvenes de la “Primera Línea” en el Foro Internacional de Derechos Humanos.
En el silencio sepulcral de la madrugada, apenas roto por un grito o un bocinazo a lo lejos, la escena era como la de un planeta abandonado, uno al que ningún refugio anti–aéreo o anti–nuclear fue capaz de defender. Desde Pío Nono, con sus siluetas apenas distinguibles por la oscuridad, retornaban algunos escasos enfiestados, presurosos por abordar el último bus para el regreso a sus hogares. Eran afortunados, porque en cambio, desperdigados por diversos puntos de la llamada “zona cero”, agotados, hambrientos y sudorosos, estaban los que nada tienen, nada, ni siquiera un lugar al que volver.
Eran los cabros de la Primera Línea, no los que estudian Sociología o Derecho en alguna buena universidad ni los que tienen papás con redes apropiadas a las que recurrir “en caso de”. A los cabros de esa noche no los esperaría (ni ayer ni hoy ni nunca, quizás) ninguna cama con sábanas limpias ni ningún plato de comida caliente. Algunos de ellos seguían con la capucha puesta; otros, ya liberados de esa mínima protección, conversaban, fraternos, apurando un pan con algo (o quizás con nada), compartiendo una lata de cerveza que pasaba de mano en mano sin prisas ni cálculos mezquinos. Allí estaban, acompañándose mutuamente, porque muchos sólo se tienen a ellos mismos, a ellos y al compañero de ruta y de afanes que prepara el pan con mortadela y que comparte la noche y sus peligros, en una ciudad hostil llena de pacos, de sapos y de gente “bien” que los desprecia y preferiría no verlos, acechándole las espaldas para restaurar su “normalidad”.
Mientras hablábamos (porque era evidente que necesitaban hablar y aún más ser escuchados) algunos se quitaron las capuchas, y al ver sus ojos (cansados, puros, transparentes, todo eso al mismo tiempo), se nos hizo evidente que la pelea que están dando es su épica, su visibiidad, su lugar en el mundo. Un lugar en el mundo que nadie les podrá arrebatar, porque estos cabros, que nada tienen (y que por lo mismo lo entregan todo) algún día serán leyenda, y porque más temprano que tarde (si es de verdad aquello de que Chile cambió), su gesta, que nació de sus propios corazones, desde abajo y sin permiso, protagonizará las páginas de los nuevos textos de historia.
Por Juan Azócar Valdés. Periodista, autor de la historia del movimiento estudiantil secundario de los años 80 y otros trabajos de investigación.
Santiago, 28 de enero 2020.
Crónica Digital.