Resulta nuevamente un llamado a nuestra realidad que sean los estudiantes y específicamente las estudiantes de nuestro país quienes tomen la senda de las transformaciones sociales que nuestra realidad necesita, no es nuevo pues siempre han sido y seguirán siendo ellas, ellos y ‘elles’ quienes tengan el poder de decidir sobre nuestro futuro.
Entre todo este movimiento surge el cuestionamiento respecto del motivo que genera rechazo a la exigencia femenina de respetar sus derechos sean estos civiles, laborales, reproductivos y sexuales.
Resulta confuso intentar una respuesta que resuene favorable para con un conjunto social que observa desde lógicas de poder, cosificaciones de lo masculino y relaciones de poder asimétricas.
El movimiento que presenciamos hoy (y que ha venido gestándose desde hace años) puede ser visto como resultante de una constante cosificación de lo femenino; ayer fueron los temas de voto, luego el divorcio, más adelante el aborto y entre tanto la realidad transgenero, hoy las mujeres de diversas edades, estratos y niveles educacionales piden, exigen y declaman que se respete el derecho a ser mujer, con las implicancias que ello acarrea.
Pero lo complejo es que dicha demanda (dialogada o a la fuerza) intenta establecerse como un precepto que espera resquebrajarse entre las rendijas de una sociedad masculinizada y es ese un problema mayúsculo que debemos atender, dice relación con el establecimiento de dichos derechos, otra es como hacemos (la civilidad completa) para que el acercamiento a relaciones más horizontales entre todos los géneros no produzca el efecto contrario.
Será probable (si se entiende de manera incorrecta) que una mujer sea tratada en las relaciones personales con esa suerte de ‘toreo’ que se tratan muchos hombres, relaciones de choque, empujones, aspavientos, insultos y en general la conducta propia del macho alfa que resulta de su testosterona, probablemente sea así, es ahí cuando habrá que tener cuidado respecto de argumentos tales como: “trátame bien que soy mujer”, ese es un problema que también se avecina pues el razonamiento sería: “no querían que las tratásemos igual, asuman entonces esta forma ruda”.
Ahí es cuando cabe detenerse en otras cuestiones y que tienen que ver con el miedo al afecto, la necesidad de control, la incertidumbre de la inseguridad y tantas cosas que desde la psicología se describen tan profusamente.
Efectivamente en una sociedad ideal, las personas debiésemos ser respetadas sin exclusión, independiente al género, las creencias o el país de dónde venimos, para ello resulta necesario comenzar un camino de reconocimiento de la otredad, un eterno pendular entre el otro y el yo. Reconocer y reconocerse en otros nos abre ese camino fulminante a un encuentro honesto y necesario, en esa apropiación de una comunidad horizontal no habrá espacio para discutir si es digno o no que una mujer proteste en toples por la calle, no habrá necesidad de pelear por quien tiene el auto más grande, quien es mal visto por qué debe tomar viagra o quien es mejor por que mete ‘más goles’ en el mundo colectivo.
En una mirada amorosa de respeto por el otro nada de esto resulta significativo de dilucidar, simplemente nos abandonamos en el reconocimiento irrestricto de la integridad del otro, use las ropas que use, hable como hable y sienta lo que sienta.
Una vez que hubiésemos transitado hacia ahí vendrá el tiempo de sanar la herida masculina de entregar el control y ceder un poder que solo nos ha sido heredado y bajo ni un argumento ungido para someter.
Por Daniel Sánchez
Académico Facultad de Ciencias Sociales, U.Central
Santiago de Chile, 29 de mayo 2018
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