¿A qué viene el Papa?, ¿qué pude hacer que la Iglesia chilena y sus obispos no puedan realizar? Confirmar nuestra fe se puede hacer sin él, dar un mensaje según el espíritu, anunciar el Evangelio y la persona de Jesucristo, para todo ello no es imprescindible. A santificar al Pueblo de Dios que peregrina en Chile, tampoco. Animar al pueblo católico después de todos los delitos cometidos por personal eclesiástico, requeriría que se cerrara el ciclo de pecados graves, lo que aún no ocurre, y ello es responsabilidad de la Iglesia chilena.
No quiero que venga el Papa porque los ánimos no están para que venga. Hay una opinión pública que no sé si es mayoritaria, pero es bastante estridente, que progresivamente ha instalado su agenda y ha hecho una envidiable construcción lingüística de la realidad, por ejemplo, reclamar con voz engolada o por escrito, que Chile es un país laico y que las religiones no tendrían el derecho a emitir sus opiniones públicamente; lo anterior no pasa de ser una ‘patudez’ ya que en su ordenamiento jurídico no se afirma la laicidad del Estado en ninguna parte, con ignorancia o mala fe se equipara la separación de la Iglesia del Estado a haber, por arte de magia, establecido un Estado laico.
Un audaz reclamaba a fines del año pasado por los contenidos en clases de religión y pedía que se cambiaran si es que no se suprimían dichas clases, en el fondo lo que quería era censurar unas Epístolas de San pablo porque, según él, ofendían la diversidad reconocida en nuestra sociedad. Para alegar en el Tribunal Constitucional, el Gobierno se consiguió un abogado católico para defender la constitucionalidad de la ley del aborto, en sendas entrevistas explicó las razones jurídicas, aunque no morales ni religiosas, de su acción. La descapitalización moral de la Iglesia y su pérdida de status y de respeto en la sociedad chilena va en directa relación con el descubrimiento de pedofilia, de abusos sexuales y de encubrimientos en que quedaron tocados muchos clérigos de distinto nivel; una respuestas tontas a los casos denunciados –y por muchos conocidos desde mucho tiempo atrás– ayudó al desprestigio generalizado de la Iglesia y a la vergüenza de la comunidad católica. Cada vez que la Iglesia dio su opinión un coro generalizado le decía: “Desde qué moral opinan, limpien su casa antes de alzar la voz”.
Además que no sólo el número de católicos ha decrecido, también su formación religiosa. Personas que al persignarse terminan chupándose el dedo, falta de pastorales vocacionales en colegios municipales, más parroquias en los barrios altos que en los pobres y los que dicen “haber estudiado en colegio de curas y monjas” y que se sienten con derecho a releer su paso por esos supuestos colegios en clave pedófila, con abusos como tradición, con bullying o si no patriarcales. Supuestos colegios católicos ya que esos exalumnos no saben que son curas los párrocos, y que las monjas son de claustro.
No tiene sentido que venga el Papa ya que la recuperación del prestigio de la iglesia debe hacerse desde aquí, paso a paso, sin prisas pero sin pausa. Será muy difícil pues deberá hacerse en medio de la ofensiva lingüística que cambia el sentido de la realidad y presenta como negativo, conservadores e inhumanos los valores de la Iglesia, la ridiculización de lo sagrado y consiguiente deslegitimación hace rato que están entre nosotros; quienes protestamos nos arriesgamos a ser excluidos y sufrir las miradas y gestos despectivos ya que nos volvimos unos ‘tontitos’ que aún tienen fe. Todo ello por defender la verdad biológica, o el derecho de los padres a ser educadores naturales de sus hijos. El Ministerio de la Verdad, ese de la novela de Orwell, dedicado al doble pensamiento y reescribir cuantas sea necesaria la verdad ya se instaló entre nosotros; la batalla decisiva se dará en el lenguaje, no en las ideas, pues que no son necesarias.
Por último, el viaje es muy caro, la jerarquía no ha hecho la pega y el mismo Papa se permitió ofender al rebaño de Osorno, por ser unos tontos que siguen a los zurdos. Plop.
Por Rodrigo Larraín
Académico Universidad Central
Santiago de Chile, 7 de noviembre 2017
Crónica Digital