Fuente inagotable de inspiración, mitos y leyendas, la majestuosa montaña siciliana fue lugar obligado de referencia para quienes en algún momento se asentaron en esa porción insular del territorio italiano ya fueran fenicios, griegos, romanos o árabes.
El Monte Etna abarca una superficie de mil 200 kilómetros cuadrados, según los datos del Instituto Nacional de Geofísica y Vulcanología, con un diámetro basal de más de 40 kilómetros y un perímetro de alrededor de 150, en torno al cual habitan unas 900 mil personas en la fértil llanura de Catania.
Desde el punto de vista morfológico, tanto externo como interno, el Etna ha experimentado importantes transformaciones a lo largo de un período de entre 500 a 700 mil años, desde su existencia subacuática hasta hoy.
A los dos mil 900 metros de altura comienza el cono superior, de unos 260 metros de alto y dos kilómetros de diámetro basal, en un plano inclinado de 32 grados. En su interior, el cráter central, del cual surgieron La Vorágine (1945) y Boca Nueva (1968).
En el exterior del gran cono, aunque también en la cima, nacieron los cráteres del Noreste (1911) y Sureste (1971-2007), el más activo en los últimos años.
A estas bocas principales a través de las cuales el volcán expulsa el magma hacia la atmósfera se unen alrededor de 300 conos y fracturas eruptivas laterales, de diferente forma, tamaño y altura, a través de las cuales se generan con frecuencia las coladas de lava más peligrosas.
Las erupciones en los volcanes, al margen de la frecuencia, duración, magnitud e intensidad, pueden ser de dos tipos: efusivas y explosivas.
En las efusivas, una cantidad de lava, cuya viscosidad es 100 mil veces superior a la del agua, con temperaturas de 700 a 1000 grados, fluye hasta depositarse en cráteres donde se convierte en lagos, generalmente efímeros, o ríos que pueden llegar hasta varios kilómetros de largo, antes de enfriarse y detenerse al pasar al estado sólido.
En las explosivas, por su parte, se produce una ascensión violenta del magma como resultado del estallido producido por gases presentes en la mezcla.
Por lo general, las erupciones registradas en el Etna en los últimos dos mil años fueron efusivas, con situaciones muy excepcionales como la de 1669 la cual, según estimados, vertió 830 millones de metros cúbicos de lava.
Sin embargo, a partir de 1971 comenzaron a producirse erupciones explosivas más intensas y cada vez más frecuentes.
En las últimas semanas, el Etna se mantuvo en un nivel relativamente bajo e intermitente de actividad, con predominio de explosiones de baja intensidad de las llamadas estrambolianas y la consecuente expulsión de lava y cenizas.
El 15 de febrero las explosiones se hicieron más fuertes y reiteradas en el cráter del Sureste, desde donde comenzó a emanar la lava hasta llegar a la base del cono, en un patrón similar al de dos semanas antes.
Al día siguiente, poco después del mediodía, el Etna volvió a ser noticia cuando una explosión freática causó heridas a diez personas, entre ellas los integrantes de un equipo de la cadena televisiva BBC y varios turistas.
De acuerdo con la información suministrada por el Instituto Nacional de Geofísica y Vulcanología, la explosión se produjo al entrar en contacto la lava incandescente con la nieve, lo cual provocó la evaporación inmediata del agua y por consiguiente la explosión.
Desde entonces y hasta hoy el volcán se mantiene en el nivel de actividad acostumbrado, hasta que se produzca otro acontecimiento y a la Montañusa, como la llaman afectuosamente los sicilianos, se le ocurra hacer otra de las suyas.
Por Frank Gonzalez
Roma, 20 de marzo 2017
Crónica Digital /PL