Por Manuel Riesco: MODELOS

Consultado acerca de las posibilidades de un precandidato presidencial, el Senador Andrés Allamand respondió con una de las sentencias políticas más lúcidas del año que se fue: “Sólo podría ser candidato de la Concertación y eso ya no es viable”. Exactamente. No lo es porque el modelo socio-económico instalado por la dictadura, que quienes hegemonizaron la Concertación optaron por continuar y al cual siguen encadenados, dió de sí todo lo que podía dar, provocando una gigantesca distorsión productiva y escandalosa inequidad. No funciona ya más. Se está viniendo abajo, vapuleado por una de las mayores ebulliciones de descontento popular y crisis “en las alturas” que se tenga memoria, horquillado desde varios lados por el gobierno de la Presidenta Bachelet y la Nueva Mayoría, y rematado por el derrumbe del “súper ciclo” del precio del cobre. Quizá una reflexión tranquila para iniciar el año puede ser ¿con qué modelo lo vamos a reemplazar y cómo lo haremos?

El así llamado “modelo chileno” está basado en la renta de los riquísimos recursos naturales del país, y la cuasi renta monopólica en casi todos los demás mercados. Las grandes empresas que lo hegemonizan obtienen la mayor parte de sus ingresos y “ganancias”, y consecuentemente dirigen el grueso de sus “inversiones”, no a la contratación masiva de fuerza de trabajo calificada y a la innovación, para agregar valor produciendo bienes y servicios en condiciones competitivas, como hacen los auténticos capitalistas, sino a asegurar su control sobre los recursos y mercados de donde extraen renta.
Todo ello ha distorsionado la estructura productiva hasta el punto que la minería, por ejemplo, sólo ocupa el uno y medio por ciento de la fuerza de trabajo asalariada, proporción que sube al ocho por ciento si se agregan los ocupados en pesca y silvoagricultura. Mientras, tanto, la mitad está empleada en comercio y servicios personales y sociales, actividades que agregan poco y nada de valor.
Ahora se viene el tiempo de cambiar este modelo, puesto que el talón de Aquiles de las economías rentistas es su dependencia de los precios de las materias primas, que son veleidosos y se mueven en grandes ciclos que reflejan las oleadas seculares de las economías desarrolladas, pero al revés, como los reflejos en el piso. Suben hasta el cielo cuando aquellas atraviesan períodos de turbulencias, como en la década de 1970 y nuevamente en los 2000, y se derrumban cuando aquellas recuperan su trayectoria de crecimiento secular, como ocurrió antes en los años 1980 y 1990 y se está repitiendo desde inicios de la presente década.
Las empresas y economías rentistas viven en Jauja cuando los precios andan por las nubes, pero experimentan una dolorosa resaca cuando éstos se derrumban. Las grandes mineras, por ejemplo, han perdido la mitad de su valor bursátil en los últimos cuatro años, y varias más de tres cuartas partes y se debaten al borde de la quiebra. Nadie llora por las desgracias de estos jeques, luzcan o no turbantes. Pero resulta doloroso el despertar de los países que de pronto ven reducidas sus economías a lo que realmente son, es decir, al valor agregado por el trabajo productivo de sus ciudadanos y ciudadanas. En el caso de la economía chilena, ello puede significar que se esfume en buena medida  la quinta parte del producto interno bruto (PIB) que proviene de rentas transferidas desde el exterior, según estima el Banco Mundial.
La riqueza en recursos naturales no tiene porqué ser la maldición en que se ha transformado sino todo lo contrario. El problema no es la renta sino las grandes empresas rentistas que se han apropiado de ellas y ejercen su influencia sobre las instituciones para orientar las políticas públicas según sus intereses, los que no coinciden con los de los auténticos capitalistas ni la mayoría de la población.
El modelo rentista chileno es el resultado del mayor revés de la historia patria, el golpe militar de 1973. Éste representó una suerte de segunda Reconquista, tras medio siglo de desarrollismo Estatal singularmente progresista, pacífico y democrático, coronado por el gobierno de la Unidad Popular, presidido por Salvador Allende, la figura política más importante de todo ese periodo y la única que ha alcanzado estatura universal.
El Estado desarrollista, empujado desde abajo por recurrentes alzamientos populares, había logrado transformar por completo la sociedad chilena, acompañando el tránsito del pueblo hacia las incertidumbres de la moderna ciudadanía, dejando atrás su condición secular de campesinos sometidos a los latifundistas y las grandes empresas mineras extranjeras.
La dictadura de Pinochet restableció la hegemonía que antes del golpe éstos habían perdido del todo tras la Reforma Agraria y Nacionalización del Cobre. Pero esta vez exclusivamente por la fuerza bruta y sus secuelas, lo que nunca dura mucho tiempo y hoy está haciendo agua por todos lados, a ojos vista. Los “Hijos de Pinochet” nunca han sido una élite legítima, precisamente porque en su condición de rentistas e inspirados en la extremista ideología Neoliberal, no han sabido organizar la producción social a la manera capitalista, además de echarle mano no sólo a los excedentes sino también a parte de los salarios, y no haber destinado lo que corresponde a las cosas del espíritu.
La clave del cambio del modelo es por tanto política. Consiste, ni más ni menos, en aventar la hegemonía de las grandes empresas rentistas, completando la democratización del sistema político de la transición, hoy en crisis terminal, con el impulso de la energía liberada por la agitación popular, avanzando con determinación mientras ésta lo permita y cuando inevitablemente amaine, con la misma decisión frenar y consolidar lo avanzado. Son las grandes lecciones de la tragedia de 1973.
Ello ha empezado a ser abordado y de modo no poco significativo, por el gobierno de Nueva Mayoría y algunas reformas realizadas el año que termina, como el término del binominal y la democratización del financiamiento de la política y funcionamiento de los mercados, sugeridas en el informe Engel, pero especialmente por el inicio del proceso de Reforma de la Constitución, primera propuesta de dicho informe y cuya aceptación hoy unánime —lo que nadie hubiese imaginado hace pocos meses—, constituye un gran éxito de la movilización de la sociedad civil encabezada por el movimiento por una Asamblea Constituyente y es una prueba más de la fuerza de la erupción popular, aunque por el momento ésta se manifieste de modo silencioso.
Del mismo modo, ha sido acertado empezar por la reforma de las políticas sociales de inspiración neoliberal e iniciar la reconstrucción de los grandes sistemas públicos de educación, salud y previsión, así como avances en la legislación laboral, en la medida que ello acreciente el apoyo popular a las reformas. El año termina con éxito, al cambiar el mecanismo de financiamiento público de la educación mediante “vouchers” y reemplazarlo por el de gratuidad, en la parte principal del sistema de educación superior. La propuesta C de la Profesora Leokadia Oreziak en la Comisión Bravo es también importante, puesto que por primera vez un informe oficial del Estado demuestra la viabilidad y conveniencia de terminar con las AFP, uno de los principales mecanismos de transferencia de parte de los salarios a los grandes grupos financieros.
Pero lo más está por hacer. Hay que continuar avanzando con mayor decisión. Este gobierno puede adelantar bastante, por ejemplo, terminando con las becas y el infame crédito con aval del Estado conocido como CAE, extendiendo de inmediato la gratuidad a todas las instituciones de educación superior acreditadas, beneficiando a más de seiscientos mil estudiantes y sus familias.
Ello muestra el camino, asimismo, para la reconstrucción del sistema nacional de educación pública en los niveles básico y medio, pasando los mejores colegios subvencionados de cada barrio, que estén dispuestos a ello, a la condición de “colegios gratuitos” con financiamiento estable. Todo ello puede hacerse igual que este año y con los mismos recursos actuales, en el presupuesto del año 2017 e incluso antes si las condiciones políticas lo permiten, aunque no haya culminado el trámite de las nuevas leyes de educación superior y “desmunicipalización”, esta última manifiestamente insuficiente y timorata.
Hay que avanzar todo lo que se pueda, asimismo y entre otras, en la reforma laboral, en salud y previsión, así como otras área muy sensibles como el transporte público, donde no se aprecia por el momento una voluntad de cambios bien orientada y acorde con la urgencia del problema, lo que puede resultar peligroso porque el TranSantiago resulta cotidianamente insoportable para millones de santiaguinos.
Pero las grandes reformas siguen pendientes y deben mantenerse en alto al menos en el debate público, como se está haciendo con el proceso constitucional. El programa de proyección de Nueva Mayoría no puede eludir las cuestiones principales. Desde luego, elaborar, aprobar y promulgar una Nueva Constitución, pero asimismo las reformas más duras, como terminar con las AFP e ISAPRE y poner coto a los abusos usureros del sistema financiero y, muy especialmente, re nacionalizar el cobre y los recursos naturales en general, estableciendo una política racional de manejo de los mismos, algunos de cuyos lineamientos se encuentran en el informe de la Comisión del Litio. Asimismo, reorientar la inserción internacional de la economía chilena hacia adentro de una América Latina crecientemente integrada, lo cual de paso dará el marco adecuado para resolver los graves conflictos con dos países limítrofes, así como con los pueblos originarios.
Todo lo anterior es un asunto político, como lo ha entendido la Presidenta Bachelet, orientado a acrecentar el apoyo de la población al proceso de reformas y la consecuente restitución de su confianza en el sistema político, cuya deslegitimación se origina precisamente en su subordinación —en parte mediante la corrupción y también la cooptación de figuras como el precandidato antes mencionado—, por parte de las grandes empresas rentistas. A excepción de éstas y la reducida élite segregada que malvive atemorizada en ghettos su apartheid del resto de la población, quienes han profitado desmesuradamente del modelo actual y harán todo lo posible por mantenerlo incólume, el nuevo modelo favorece a todos.
El nuevo modelo pone en el centro de todo la agregación de valor mediante el trabajo productor de bienes y servicios que se vendan en mercados competitivos, lo que no es ninguna novedad sino la base de todas las economías desarrolladas, y se aviene especialmente con el joven empresariado auténticamente capitalista, muchos de ellos hijos de los “Hijos de Pinochet”, que bulle emergente por todos los poros de la moderna sociedad urbana que se ha conformado como resultado de un siglo de transformaciones.
El avance hacia el nuevo modelo podrá llevarse a cabo extendiendo la democracia, con un gran apoyo político y encabezado por la Nueva Mayoría, la coalición progresista adecuada a esta etapa histórica y la más amplia de la historia chilena, que es muy sólida puesto que se forjó desde abajo en la lucha antidictatorial. Seguramente se ampliará hacia su izquierda y el centro y se proyectará hacia un nuevo periodo de gobierno, con una vocación reformista cada vez más profunda y decidida.
Se requiere una conducción bien afiatada, puesto que vamos a galopar. Inevitablemente, las grandes transformaciones pendientes se llevarán a cabo en medio de fuertes marejadas populares, exacerbadas por las penurias originadas en el derrumbe del precio del cobre, del cual depende el modelo actual. Si alguien tiene dudas al respecto, basta mirar cómo fueron los años 1980, cuando la economía atravesó un período similar.
Con la experiencia acumulada en un siglo de transformaciones democráticas y progresistas, saldremos adelante y la sociedad chilena cruzará finalmente las puertas de la modernidad.
Por Manuel Riesco

Santiago de Chile, 2 de enero 2016
Crónica Digital

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