Fundada el 19 de agosto de 1813, la Biblioteca Nacional fue una de las herramientas estratégicas de promoción de la vida republicana del país en una época en que la enseñanza superior estaba constreñida a fines religiosos y en que el acceso a libros era una circunstancia tan excepcional como excluyente. La decisión de crearla fue resorte de la Junta de Gobierno y el documento que la anunció fue rubricado por Francisco Antonio Pérez, Agustín Manuel Eyzaguirre y Juan Egaña. La naciente colección fue fruto del traspaso de volúmenes de la Universidad de San Felipe y, sobre todo, de la donación de libros hecha por varios ciudadanos. Bajo la dirección de Manuel de Salas y la estrecha colaboración de Camilo Henríquez, la iniciativa fue ampliando su impacto al ámbito normativo, ya que el Depósito Legal obligaba a las imprentas a entregar un ejemplar de cada libro, revista o diario publicado.
Pero el efecto principal se manifestó en la vida cívica, particularmente tras la incorporación de las estanterías de Claudio Gay, Benjamín Vicuña Mackenna y de Andrés Bello, por una parte, y el traspaso de la Biblioteca Nacional al Consejo de Instrucción Pública, por otra. Ello, tanto porque el material dio un impulso clave al trabajo de indagación en que se forjó la intelectualidad, como porque se fue haciendo copia de la bibliografía para uso masivo. En esa línea, la aparición de sus catálogos, del Anuario de la Prensa y del Archivo Nacional, fueron cimentando un espacio de fomento al quehacer pedagógico y al debate. Durante el siglo XX, fue conducida por escritores de la talla de Eduardo Barrios y Juvencio Valle, además de historiadores como Guillermo Feliú Cruz, bajo cuya gestión fue fundada la revista Mapocho.
Al igual que la Universidad de Chile, la Biblioteca Nacional contribuyó en el pasado a la formación de los cuadros que aportaron a la vida pública del país. Sin embargo, durante las últimas décadas la entidad ha enfrentado las consecuencias de una política cultural de fuerte priorización mediática, que incentiva el consumo, pero no la lectura y que, paradójicamente, ha introducido ciertos instrumentos tecnológicos justo donde la colección bibliográfica misma se ha empobrecido, exhibiendo incapacidad para restaurar y reponer obras deterioradas por el uso y, a la vez, evidenciando una falta de visión para adquirir el material más valioso de divulgación filológica que se produce hoy en diversos centros académicos del mundo.
Mientras la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos cuenta con más de 32 millones de volúmenes, la de Brasil con casi 9 millones y la de Venezuela con más de 3 millones, la de Chile apenas supera un millón. Incurre en un gran error la actual dirección de la Biblioteca Nacional al señalar, como hace en su página oficial (www.bibliotecanacional.cl), que su principal desafío es modernizarse. Por cierto es bueno contar con soportes sofisticados, siempre y cuando haya libros. Y la Biblioteca Nacional, a 200 años de su fundación, se está quedando sin libros y sin lectores.
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