Familias, lenguaje, costumbres, cultura a distintos territorios con la esperanza de poder rehacer sus vidas con un mínimo de dignidad. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, ACNUR, ya ha prestado ayuda desde su creación a más de 30 millones de personas. Cada vez que alguien señala que Naciones Unidas es una tontera, solo un títere de Estados Unidos, me duele en el alma la ceguera que no se aprecie el enorme aporte humanitario que se ha desarrollado durante décadas.
Refugiado es toda persona que, a raíz de un temor bien fundado de persecución por motivos de raza, religión, nacionalidad u opinión política, se encuentra fuera del país de su nacionalidad y no puede acogerse a la
protección de ese país o, a causa de ese temor, no desea hacerlo. Un elemento esencial del estatuto jurídico internacional del refugiado es el principio ampliamente aceptado de la prohibición del rechazo, en cuya virtud se prohíbe la expulsión o la repatriación por la fuerza de una persona a su país de origen, donde puede tener motivos para temer que será perseguida.
En esa condición mi familia fue asistida a fines de 1976, cuando tuvimos que salir al exilio luego de la detención, desaparición y, afortunadamente, aparición con vida de mi padre. Luego que lo encontramos en el Campo de Concentración de Puchuncaví, y nos trasladaron a todo el grupo familiar como
detenidos al Fuerte Silva Palma en Valparaíso, y finalmente fuimos puestos
en libertad primero mi madre, mi abuela conmigo, de seis años, y mi hermana América de 1 mes, y días más tarde mi papá en Tres Álamos, al momento en que abrieron el portón desde el cual se asomó a la vida mi papá y lo abrazamos nuevamente, funcionarios de Naciones Unidas de ACNUR, así como de Amnistía Internacional y de la Vicaría de la Solidaridad, lo tomaron con extrema delicadeza -venía torturado-, lo abrigaron con frazadas y lo trasladaron a
un lugar desconocido para nosotros, pero donde sabíamos que estaría en seguridad. Se temía que nuevamente pudiera ser secuestrado y esta vez sí hecho desaparecer para siempre.
Recién nos volvimos a reunir con él abordó de un avión que nos llevó, en calidad de refugiados, a la bella y amable Suecia. En el vuelo supimos que esos primeros días de libertad en Chile mi papá los pasó bajo el cuidado de monjas salesianas, personas de confianza directa del Cardenal Raúl Silva
Henríquez, uno de los grandes y verdaderos héroes de la patria.
Salimos de Chile, si mal no recuerdo, a fines de noviembre de 1976, por lo que llegamos a una Suecia alba, completamente nevada, algo enteramente desconocido para mi. En tal campamento, que en esa oportunidad fue en el sur de Suecia -me parece que cerca de Växjö-, nos ubicaron junto a otra familia chilena en una cabaña.
En el campamento había personas que arrancaban de guerras de África, Asia, Oriente Medio, de las dictaduras militares del Cono Sur, en fin, una verdadera torre de Babel. Todas personas de alguna u otra manera intensamente dañadas, recién desarraigadas, con tremendas nostalgias,
incertidumbre por el futuro, añoranza por los viejos dejados en los países de origen, dolidos por luchas interrumpidas, autocuestionados por el solo hecho de sobrevivir.
Nadie manejaba el sueco, menos nosotros que recién habíamos llegado. Ya a las cuatro de la tarde estaba plenamente oscuro en las calles nevadas, cuando funcionarios del campamento, sonrientes y respetuosos, nos condujeron a un casino. Estábamos todos reunidos en ese espacio, mirándonos sorprendidos de la variedad de razas y orígenes, cuando de pronto se apaga la luz, guardamos silencio, y se oye un canto hermoso de voces femeninas a capella que decían lo siguiente:
“La noche avanza con pasos pesados
alrededor de granjas y huertos.
Alrededor de tierras, que el sol dejó,
las sombras traman.
Entonces en nuestra casa oscura
sube con velas encendidas
Santa Lucía, Santa Lucía.”
Un desfile de muchachas rubias como nunca había visto, con túnicas blancas y velas encendidas en sus cabezas níveas, con las manos en posición de rezo avanzaron hacia nosotros que espontáneamente les abrimos paso, mientras seguían cantando, llenando nuestras existencias con música que días, semanas y meses atrás habían sido expulsadas a cambio de llantos, gritos, silencios obligados.
Esta era una belleza sana, humanitaria, cercana, íntima, que apoyándose en la tradición era incorporada como rito de bienvenida para este conjunto de refugiados que veníamos con nuestros dramas pisándonos los talones de todos los rincones del mundo.
No recuerdo si tomé la mano de mi madre o padre, o simplemente permanecí sentado absorto en la escena que me llegaba como un bálsamo de solidaridad, afecto, que me volvía a dar la posibilidad de ser niño otra vez, de asombrarme ante la maravilla de la existencia humana. Solo sé lo agradecido
que estoy, por siempre, de aquellas personas desconocidas que nos tendieron su mano, nos abrieron su país para recibirnos por el solo hecho de solidarizar con perseguidos sin preguntar militancia, ni ideas, religión o raza. Por el simple hecho de ser, humanos.
En este día internacional del refugiado, rindo este modesto homenaje a todos quienes trabajan por asistir a los desplazados. Gracias, de corazón, por habernos devuelto a tantos a la vida.
Por Manuel Guerrero Antequera. Miembro del Consejo Editorial de Crónica Digital.
Santiago de Chile, 21 de junio 2007
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