Pero cualquiera sea el caso, nadie discute que es una persona, con derechos y deberes, que con el tiempo adquirirá la madurez necesaria para ejercerlos en plenitud, y que corresponde proteger, educar y fomentar en sus cualidades y aptitudes.
Sin embargo, en ocasiones las verdades, por elementales, se olvidan, y lo que es peor, cuando se nos advierte, tampoco la percibimos. Recuerdo especialmente un ramo en la universidad, mientras cursaba mis estudios de derecho: el de Derecho Romano, terror de estudiantes e ingrato recuerdo para titulados y egresados.
Sea cual fuere los motivos (que ciertamente los hay y que no tiene sentido recordar aquí), este ramo, que expone los fundamentos jurídicos de nuestro actual derecho vigente, dejaba a la vista una verdad evidente: que el mundo jurídico se divide entre personas y bienes. Y de esta obviedad se derivaba una cascada de consecuencias: que las personas son las que controlan los bienes y no a la inversa; que un bien no puede ser elevado a la categoría de persona (hoy no podemos darle el rango de sujeto de derecho a un animal, aunque quisiéramos, lo que sí sucedía en Roma, donde a una persona, al convertirla en esclava, pasaba a la categoría de cosa que sólo los bienes pueden ser objeto de contratos y obligaciones, y que sólo las personas podían ser sujetos de tales vínculos, etc.
Dichas ideas se pierden luego en el fárrago de conocimiento que las universidades inculcan en los arduos estudios de Derecho.
Pero resurgen dramáticamente cada cierto tiempo, y en forma muy evidente en los Tribunales de Familia. Y decimos esto con pesadumbre, porque con mucha frecuencia, tal vez demasiada, vemos cómo a niños y niñas se las convierte en un elemento más en la negociación de un juicio de mayor envergadura en la que no son responsables.
Hemos visto y escuchado con inusitada frecuencia cómo ciertas madres negocian a sus hijos para que sus padres los visiten a cambio que paguen la pensión alimenticia, entregándolos cuando pagan, y prohibiendo o restringiendo las visitas cuando no lo hacen. De esta manera, convierten a los menores en vulgar moneda de cambio, un peón o lo que es peor, un instrumento que se toma o se deja, olvidando por completo los derechos del padre respectivo, cuya paternidad, una vez acreditada, no puede ser discutida por un asunto monetario.
Es cierto que en ocasiones el no pago de la pensión acordada o decretada se debe a motivos reprochables, que merecen sanción, pero ninguno de ellos al punto de negarle el ejercicio de su paternidad, que es inalienable, y no puede ser suprimida sino por causas graves, que el tribunal se encarga de examinar y resolver, y no uno de los padres en forma unilateral.
Incurrir en tales conductas es rebajar a una persona, el niño o niña o adolescente, a la categoría de bien; de sujeto de derecho a un objeto de contratos, vulnerando su dignidad como persona que es ahora. Y esto no sólo lo dicen los tratados internacionales, pródigos en declaraciones de protección de la infancia. Lo indica el sentido común, el menos común de los sentidos, que muchas veces por no escuchar, olvidamos sus enseñanzas más elementales.
Por Carlos López Diaz. El autor es abogado y profesor Derecho Civil de la Universidad Central.
Santiago de Chile, 25 de mayo 2007
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