Dos aspectos nos parece relevante destacar con relación a la condena en contra del ex gobernante iraquí: la pena de muerte y las normas del debido proceso.
Las organizaciones que promueven en el mundo el respeto por los Derechos Humanos de todos y para todos, no han permanecido indiferentes, entendiendo que nadie puede ser condenado a la pena capital, improcedente en todos los casos al representar la máxima de las torturas que puede inflingirse y, entre otros argumentos, por constituir un asesinato legal por medio del que el Estado da muerte a un ser humano de forma premeditada y a sangre fría, procedimiento muchas veces a la altura o peor de los hechos que se trata de castigar.
Nunca se ha demostrado que la pena de muerte posea una eficacia especial a la hora de reducir la delincuencia o la violencia política.
Su aplicación suele ser fuente de abusos contra quienes no cuentan con medios para defenderse y de presión en contra de minorías raciales, étnicas o religiosas, siendo utilizada con frecuencia como instrumento de represión política.
Se impone y se ejecuta de manera arbitraria, constituyendo un castigo irrevocable que, inevitablemente, puede dar lugar a la ejecución de personas inocentes y viola los Derechos Humanos fundamentales.
También importa en este caso el cómo se gestó la sanción. El juicio llevado a cabo en contra del condenado por la masacre de 1982 contra los habitantes de Duyail, de la que se le estima responsable, fue deficiente desde todo punto de vista, principalmente porque se ha dictado en un régimen sujeto a fuerzas invasoras interesadas, con innegable ingerencia política e, incluso, parece producto de luchas de antigua data entre diversos sectores en pugna en el Estado que dicta la condena en un clima de guerra, salpicado de inestabilidad y atentados que ocurren a diario.
Ya en el siglo XII, un grupo ismailí de los musulmanes shiíes, autodenominado Los Asesinos, llevó a cabo campañas terroristas contra musulmanes suníes. Vemos cómo un problema tan actual como el que presenciamos en Irak, tiene un origen de muerte y terror tan antiguo. La influencia de Irán, de mayoría chiita, sumada a la de los Estados Unidos, parece estar presente en la condena a Husein y ya se sabe que las represalias no tardarán en aparecer, causando más muertes por causa de terrorismo resultado de acciones de aquellos que han pretextado luchar contra el terrorismo para invadir.
No nos pronunciamos respecto a si los procesados en todos los casos, no solo en el de Husein, son o no responsables por los hechos de los que se les acusa o si éstos hechos aparecen probados y acreditada la participación en ellos del imputado.
Reclamamos porque se aplique a todos, sin excepción, un proceso justo por tribunales independientes, con efectivo derecho a defensa, sin presiones de ninguna naturaleza, establecidos antes de los hechos que son llamados a juzgar y por leyes también anteriores, convencidos de que el respeto de los derechos fundamentales es la única forma se asegurar la libertad, la justicia y la paz.
Los derechos que proclamamos son inherentes a todas las personas. No son privilegios que los Estados puedan conceder por buena conducta y, por tanto, no pueden ser retirados.
Los derechos fundamentales constituyen un límite a lo que un Estado puede hacer a un hombre, Sadam Husein incluido, a una mujer o a un niño.
Por Leonardo Aravena Arredondo
Profesor de Derecho, Universidad Central
Coordinador Justicia Internacional y CPI, Amnistía Internacional-Chile. Colaborador permanente de Crónica Digital.
Santiago de Chile, 30 de diciembre 2006
Crónica Digital
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