La Fundación Augusto Pinochet ha elegido estos días navideños para publicar en los periódicos una carta escrita por el dictador con el deseo de que fuera difundida a su muerte, acaecida el pasado 10 de diciembre.
La carta lleva el título Mensaje a mis compatriotas. En ella explica que en los años 70 el mundo estaba inmerso en la guerra fría y que Chile “empezó a arder y se encajonaba, sin escape” y que “se avecinaba a una guerra civil con miles de muertos”, “lo peor que le puede ocurrir a una sociedad.
La razón, según Pinochet, estaba en el rumbo marxista-leninista que estaba adoptando el presidente legítimo de Chile, Salvador Allende, por lo que se hizo necesario derrocarle mediante un golpe de estado, ya que la “mayoría de la población se inclinaba por eliminar la imposición de una dictadura marxista”. Con esa excusa Pinochet desató a sus fieras represoras que causaron más de 3.000 muertos, un millar de desaparecidos, cerca de 30.000 torturados y más de 200.000 exiliados.
Allende era un liberal, un hombre de izquierda sí, pero jamás un simpatizante de realizar cambios radicales. De no haberse producido el golpe, Allende jamás habría seguido el camino de las llamadas democracias populares de Europa del este. Sí estaba convencido que la riqueza estaba mal repartida y que debía hacerse un esfuerzo por distribuir mejor los bienes de esta tierra.
Cuando Salvador Allende asumió el poder tres grandes empresas dominaban los destinos de Chile. La Anaconda y la Kennecot en el rubro del cobre y la ITT en las telecomunicaciones. La gran riqueza chilena estaba concentrada en la extracción cuprífera y el mineral se hallaba en las minas de Chuquicamata y El Teniente. La Anaconda realizaba ganancias de un 3% sobre la inversión en los demás países del mundo y en Chile ingresaba un 10% de utilidades. La Kennecot obtenía un provecho del 10% en sus demás inversiones mundiales y su operación chilena le dejaba el 50% de rendimiento. El cobre fue nacionalizado.
La meta esencial de Allende fue alcanzar la redistribución del producto social y devolver a la nación chilena su propio patrimonio, esquilmado por las transnacionales. Quiso respetar las reglas del juego burgués y mantener la institucionalidad establecida. Nunca pretendió ser marxista, ni siquiera socialista, sino intentó establecer las bases que permitirían en un futuro un reparto equitativo de la hacienda nacional. A ello se le llamó la vía chilena al socialismo. Tras el golpe, Pinochet se entregó a una salvaje carnicería para exterminar a demócratas y liberales con la excusa de que emprendía una cruzada anticomunista. Siguió un régimen policial de ilimitadas coerciones totalitarias.
El gobierno de la Unidad Popular acumuló realizaciones que nunca antes en la historia nacional se habían intentado tan seria y profundamente. En ese breve lapso se nacionalizaron los recursos nacionales fundamentales: cobre, acero, hierro, salitre carbón y textiles. Se creó un área social de la economía que abarcó un alto porcentaje de la producción industrial, pero no se estatizaron todos los medios de producción, como habría demandado un sistema socialista. Una nueva dinámica en la política exterior otorgó a Chile un perfil autónomo ─ajeno a Estados Unidos─, en las relaciones internacionales. La Doctrina Allende fue conocida como una fórmula para unir a los países subdesarrollados. En el interés común de defender sus recursos nacionales de la depredación de las corporaciones trasnacionales.
La Unidad Popular decretó una amnistía política y muchos revolucionarios salieron de la cárcel. Todo lo contrario a lo que perpetró Pinochet. Los obreros vieron aumentadas su seguridad social. Se puso al día el atrasado sistema de enseñanza. La construcción de viviendas alcanzó sus índices más elevados. Se incorporó a la reforma agraria una inmensa extensión de tierra productiva, desmantelando el latifundismo. Allende siempre dijo que su gobierno respetaría la estructura tradicional del Estado. Su régimen no sería socialista, manifestó, y se mantendría dentro de la institucionalidad burguesa.
Salvador Allende surge ahora absuelto de las tergiversaciones y cabalga de nuevo como el Cid Campeador, inmaculado y esplendente, venciendo en la batalla popular. La mentira póstuma de Pinochet no ha logrado empañar la verdad: fue un tirano cruel, feroz y desalmado que actuó para servir los intereses del gran capital estadounidense.
Por Lisandro Otero. EL autor es Es Premio Nacional de Literatura y Presidente de la Academia de la Lengua de Cuba.
Santiago de Chile, 25 de diciembre 2006
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