Allí radica ahora un gimnasio (Pretty Woman Internacional Spa), con entrada muy elegante. Pero, la última vez que estuve aquí, un día después del golpe contra el Presidente Salvador Allende, todo era muy distinto.
Tenía una puerta de madera, pintada de marrón, con varios llavines y pestillos. Había un pequeño letrero que lo identificaba como un departamento del seguro social o algo así. Aunque, en su interior, se ocultaba otra cosa.
Todos habíamos llegado sin haber desayunado en las primeras horas del artes del golpe. Y, allí permanecimos todo el día, en que la oficina fue allanada, la noche, la madrugada del miércoles y todo el día siguiente.
Esa oficina, cuyo personal era mayoritariamente masculino, no tenía nada en el refrigerador, salvo agua fría, que pronto se agotó.
Desde luego, las preocupaciones eran mucho más importantes que comer: los muertos, los heridos, los presos, los amigos y los familiares, el futuro de Chile y el futuro nuestro. Pero, también el hambre.
Es una sensación enemiga. Ataca cuando uno menos lo espera, primero en el estómago, por ratos, y luego en la mente, de manera permanente.
“Eso es ansiedad”, dijo uno, tratando de que cambiáramos el tema, pero persistía el hambre, que crecía entre todos nosotros.
En una de las muchas llamadas telefónicas que Timossi, el jefe de la corresponsalía, hizo ese miércoles, logró contactar a un dirigente de la resistencia, a quien -medio en broma y medio en serio- le dijo que estábamos pasando hambre.
Le dijeron que esperara 15 minutos. Así lo hicimos todos, pero sin grandes esperanzas, puesto que el toque de queda era muy estricto y considerábamos imposible que alguien pudiera trasladar alimentos hasta nuestro edificio.
Al poco rato sonó el teléfono y, al minuto, Timossi nos orientó al colega Omar y a mí bajar al segundo piso y traer lo que nos entregaran. Se había desatado un sorprendente mecanismo de rescate. Bajamos por la escalera y nos presentamos en el apartamento indicado.
Allí nos atendió un joven guatemalteco, de nombre Arturo, quien nos mostró lo que parecía una enorme cocina, como de un hotel de lujo, con enormes cazuelas de cobre y muchachas revolviendo arroz con remos de madera.
“Esto es para la resistencia”, dijo Arturo al entregarnos una olla de un metro de diámetro, como para paellas, repleta de arroz con lentejas.
También nos dio una caja de Coca Cola, de esas antiguas con 24 botellitas
de vidrio verde.
Omar y yo quedamos tan sorprendidos, no sólo de la previsión de los revolucionarios chilenos, sino también de la envergadura del emprendimiento y, sobre todo, del entusiasmo y confianza con que trabajaban. Y, desde luego, la gran discreción.
Durante años pasamos frente a esa puerta sin la más mínima sospecha de que allí se preparaba un importante centro de elaboración de alimentos para esos tiempos de represión.
Tras agradecer a Arturo y sus compañeros, subimos la olla y los refrescos por el elevador. En el piso 11 nos esperaban, ansiosos y hambrientos, nuestros colegas.
“Por qué demoraron tanto”, preguntó el periodista Mainadé, mientras le explicamos lo que habíamos visto. Al mismo tiempo, todos nos fuimos sentando en el piso alrededor del arroz con lentejas. Sin descartarlo del todo, bautizamos el momento como “La última cena”.
Luego, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, se hizo un largo silencio y brindamos, con verdadero sentimiento, “por Arturo y su gente”.
*El autor es corresponsal de Prensa Latina en Chile.
Santiago de Chile, 30 de noviembre 2006
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