Es incomprensible que Chile siga participando en una institución responsable de que cientos de miles de latinoamericanos hayan sido asesinados, torturados, hechos desaparecer u obligados a salir al exilio. El padre Bourgeois ha afirmado con mucha claridad que EEUU mantiene abierta la escuela porque necesita a los soldados latinoamericanos para proteger sus intereses, en nombre de la defensa de la democracia.
Desde hace algunos años, la tristemente célebre Escuela de las Américas dejó de ser objeto de denuncias desde nuestro país. Esta situación se explica por el cambio que experimentó esta institución. En 2001, frente a la gran presión que ejercieron los movimientos de defensa de los derechos humanos de Estados Unidos y de América Latina, el Pentágono decidió cambiar el nombre de la Escuela por el de Instituto de Cooperación para la Seguridad Hemisférica. Anteriormente, fruto de los acuerdos Torrijos Carter, la escuela había sido trasladada a Georgia.
Sin embargo, el nuevo Instituto sigue siendo fundamentalmente una escuela de inteligencia y contrainsurgencia para oficiales de América Latina. Está ubicada en el mismo edificio, mantiene a los mismos instructores, enseña las mismas técnicas y con los mismos manuales que le han hecho tan famosa. Algunos de sus egresados más conocidos son Leopoldo Galtieri, Manuel Antonio Noriega, Hugo Bánzer; Roberto DAubuisson, y Vladimiro Montesinos. La lista de chilenos es muy notable: Carlos Herrera Jiménez, Álvaro Corbalán, José Zara, Humberto Gordon, Miguel Krassnoff, Armando Fernández Larios y por supuesto, Manuel Contreras, entre muchos otros.
El listado de víctimas de estos buenos alumnos es imposible de calcular. Sabemos que la represión de las dictaduras militares tuvo diferente alcance y masividad dependiendo de los países. En Guatemala, por ejemplo, la acción del terrorismo de Estado exterminó pueblos y aldeas indígenas que nunca podrán ser identificados. Testimonios similares han surgido en estas semanas en Paraguay, en el contexto de la muerte de Stroessner, donde la cifra de desaparecidos es imposible de establecer debido a que muchas de las víctimas eran campesinos que no disponían de cedula de identidad. Por lo tanto nunca podremos cuantificar de un modo integral el daño que esta escuela de asesinos ha producido a América Latina.
En muchos conflictos ocurren procesos similares que imposibilitan dar cuenta cabal del daño causado. Eric Hobsbawm, describiendo los daños de la segunda guerra mundial afirma: Las pérdidas ocasionadas por la guerra son literalmente incalculables y es imposible incluso realizar estimaciones aproximadas, pues a diferencia de lo ocurrido en la primera guerra mundial las bajas civiles fueron tan importantes como las militares y las peores matanzas se produjeron en zonas, en que no había nadie que pudiera registrarlas o se preocupara por hacerlo. Esta realidad es absolutamente aplicable a la guerra sucia de los ex alumnos de Fort Bening. En el sur de Chile abundan relatos de campesinos mapuches que desaparecieron y nunca sus nombres pudieron llegar a listados oficiales, debido al miedo de sus familiares o a la ausencia de informantes o testigos que dieran cuenta de lo vivido por esas personas.
Por lo tanto, es necesario entroncar experiencias. América Latina, durante los setenta y ochenta, vivió uno de los genocidios más masivos y crueles del siglo XX. Y a semejanza del genocidio Armenio de 1915, de Auswitch, de Hiroshima, de Vietnam, de Ruanda, o de Palestina, se trata de un proceso racional y planificado, no de coincidencias o turbulencias desligadas. Se trata de una burocratización naturalizada del horror.
Algunos han tratado de justificar las violaciones a los Derechos Humanos como una serie descoordinada de excesos, o como una serie de de conflictos y violencias independientes unas de otras. Sin embargo, poco a poco, la evidencia histórica muestra otra cosa. Y parece que muchos caminos conducen a lugares como la escuela de las Américas, que parecen anudar los cabos sueltos en la historia latinoamericana.
Por: Alvaro Ramis. El autor teólogo. Miembro del Consejo Editorial de Crónica Digital.
Santiago de Chile, 31 de agosto 2006
Crónica Digital
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