MIEDO A LA DEMOCRACIA

Pero también para los liberales la democracia es un concepto riesgoso. Por eso la han entendido siempre como un mecanismo para resolver sin sangre el problema del poder. Una forma racional para permitir la representación de las élites

No es de extrañar, entonces, que la propuesta de establecer un sistema electoral proporcional encuentre tanto rechazo. No sólo se trata de un sistema inconveniente a los intereses partidarios, sino que una propuesta democratizadora siempre es una amenaza a los intereses intocables de las clases dominantes.

Este fenómeno viene a confirmar la definición que el historiador alemán Arthur Rosenberg elaboró de la democracia como “el nombre que recibe el régimen que se instaura como consecuencia de la lucha de clases, cuando las clases explotadas, numéricamente mayoritarias, se constituyen en sujeto político, con proyecto político común, y reclaman el poder para sí”. Rosenberg entendía que la democracia es un movimiento organizado y permanente de masas que comprende a la mayoría de las clases subalternas, mediante el que el demos se constituye como sujeto político real y activo. La democracia surge como resultado de las luchas de las clases subalternas contra la plutocracia dominante. En su concepción, la democracia existe mientras ese movimiento empírico, mayoritario, se mantiene operante y protagoniza sin delegación la vida política y la soberanía. Por este motivo la auténtica democracia es tan peligrosa.

Sin embargo, la izquierda no siempre ha sido sensible a esta dimensión subversiva de la democracia, y ha catalogado en diversos momentos a la democracia como una categoría burguesa, en aras de un supuesto vanguardismo que no requiere del aval de las mayorías para avanzar. De esta concepción han surgido grandes dramas históricos, que se explican por no entender que el cambio profundo de la sociedad necesita de la constitución de mayorías y no sólo de grupos iluminados.

Por otra parte, los liberales encontraron una formula mixta que ha permitido domesticar la democracia, privándola de su componente emancipador. Esta es la clase de democracia que prima en el mundo de hoy: una democracia de mercado, donde la delegación de roles y funciones usurpa la soberanía al punto que el “demos” sólo es necesario como legitimador formal de acuerdos zanjados de antemano. Frente a la degradación del concepto corriente de democracia ha surgido en el debate actual el uso de la expresión “democracia participativa”, para tratar de distinguir a la democracia auténtica de sus versiones degradadas. En rigor debería ser innecesario caer en la redundancia de hablar de democracia participativa, ya que una representación sin control ni consulta popular niega la esencia del ideal democrático.

A diferencia de lo que afirman los politólogos liberales, como Ascanio Cavallo y Patricio Navia, la democracia participativa está tan anclada en la tradición política moderna como la democracia representativa. Se apoya en la idea de que los ciudadanos deben participar directamente en las decisiones políticas y no sólo en la elección de los políticos. Las experiencias en este campo han generado un enorme desarrollo teórico y práctico en los últimos veinte años. Lamentablemente, es un universo de prácticas que no quieren ver ni difundir quienes temen las “injerencias indebidas” del pueblo.

Por ejemplo, la experiencia del presupuesto participativo de Porto Alegre está considerado por la ONU como una de las mejores prácticas de gestión urbana del mundo. En un proceso de intervención permanente los ciudadanos participan en las decisiones municipales. Reunidos en asambleas de distinta naturaleza, los ciudadanos plantean una serie de exigencias y establecen prioridades temáticas para la distribución de las inversiones municipales según criterios objetivos que permiten establecer prioridades cuantificadas.

Este tipo de prácticas aparecen a años luz de nuestro país. No es extraño entonces que ante la tímida sugerencia de la presidenta de llamar a un plebiscito, la respuesta unánime de los “representantes” haya sido un rotundo y atemorizado No.

Por: Alvaro Ramis. El autor teólogo. Miembro del Consejo Editorial de Crónica Digital.

Santiago de Chile, 21 de agosto 2006
Crónica Digital

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