La Kidman nunca cumplió el sagrado precepto de las rubias platinadas de Hollywood: ser una rompecorazones de multitudes anónimas de hombres agarrotados por la desesperación del sinamor.
Y ahora tiene la osadía de querer reemplazarnos a la brujilla que con la elegancia tristemente provinciana de un pueblo perdido en Estados Unidos nos hacía pasar tardes agradables, sin violencia ni sexo compuesto e impuesto.
La noticia me ha sorprendido en la desesperación de quien acaba de descubrir que una de sus últimas ilusiones, una de sus penúltimas fantasías se le ha ido al traste por mor de la globalización esa que no solamente juega con el euro y el dólar y hace del Fondo Monetario Internacional el protagonista de un sin fín de películas de catástrofes sino, lo que es gravísimo de la muerte, con nuestros sentimientos más íntimos y profundos.
Por esos caprichos que tienen las mujeres y que la vida les facilita con tanta frivolidad desgarbada, un servidor es ciudadano europeo, hermano de leche como quien dice de veinticinco pueblos distintos a los que no entiendo, cuyas lenguas ignoro y cuyas motivaciones, aspiraciones y ambiciones están tan lejos de mi alma como de los sueños criminales del mosquito que transmite el dengue.
A estas alturas de la película de la vida, ser europeo empieza a tener poca gracia. Imagínense, la idea de los genios que construyeron la Comunidad Económica Europea y luego la Unión Europea era constituir una fuerza multiusos frente a los Estados Unidos de América; pero, mientras los cerebros que en sus despachos de Bruselas cobran bellos estipendios por hacer parecer que piensan en esa enorme majadería, los europeos de a pie tenemos que sufrir las consecuencias de una Europa en busca de un equilibrio económico que a uno se le antoja como el aquellas películas de los hermanos Marx sin pies ni cabeza ni nada de nada.
La ventaja es que con ellas por lo menos uno se desternillaba de risa.
La gente de mi generación ha sido criada en gran parte con el mito de la aviación comercial. Cuando todavía no éramos europeos del todo, los que podíamos nos íbamos los domingos a las terrazas del aeropuerto parisiense de Orly para ver despegar bellos aviones de colores de ensueño que musitaban voces irreales, partían para Nueva York, Londres o Nueva Delhi. Al cantante Gilbert Becaud este pasatiempo de la impotencia de miles de bolsillos le inspiró una bonita canción que todavía escucho con un relente de lágrimas en el fondo de los ojos.
El mito del transporte millonario por avión, en lugar de tomar el tren aunque fuese con el detective Hercule Poirot dispuesto a cumplir órdenes de Agatha Christie y develar siniestros secretos, lo asentó definitivamente el cine. Porque era tan raro todavía en los cincuenta utilizar el avión para desplazarse de un lugar a otro que todas las estrellas de cine que yo estaba encargado regularmente de ir a interrogar cuando pisaban París me daban sus respuestas en el andén de la estación de Lyon o en el de Austerlitz.
Pasaron los años y empezamos a ser europeos. Yo volaba en la línea París-Madrid con la misma indiferencia que el resto del tiempo tomaba el metro para corretear la geografía parisiense. Subir a un avión era como un acto social y yo hasta a ratos me creía que estaba rodando una de esas películas en las que Dean Martin llevaba un despampanante uniforme de piloto.
Las tripulaciones le daban a uno la impresión de vivir en un mundo al cual no todos podían acceder. El acto de embarcar en un Boeing mientras a lo lejos una voz muy cinematográfica anunciaba el próximo despegue era casi una afirmación social.
El momento del almuerzo o de la cena se transformaba automáticamente en acto social en technicolor. Una perfumada azafata, ataviada como para una presentación de moda, le acercaba a uno los cubiertos mientras su boca, bien delimitada por el pintalabios, dejaba entrever unos dientes que invariablemente me traían a la mente a Esther Willians cuando salía de la piscina mientras Xavier Cugat arrinconaba a su chihuahua en una esquina de su hombro para “oviolinizar” la divina aparición surgida de las aguas.
La comida solía ser, salvo en primera clase, algo parecido a la alfalfa, pero la ceremonia que se tejía a su alrededor era pura melodía.
Por menos de una servilleta de lino blanco volvía una de las azafatas y yo tenía la impresión de que la muchacha “hubo un tiempo largo en que les prohibían casarse” estaba allí solo para mí. A veces volvía a encontrarla en otro vuelo. Sonrisas, más sonrisas y de vez en cuando surgía algún idilio.
Mi caradura ya no lo es suficientemente dura como para contarles que fui agraciado por uno de esos escarceos amorosos a nueve mil metros de altura. Y la verdad es que nunca me ocurrió nada parecido a aquella aventura de la bellísima y erótica Emmanuelle vivida entre dos sillones de primera clase.
Ahora, en este año de 2005, los aviones son autobuses articulados donde la gente se apiña como en el Metro y cuando hay suerte como en el autobús. Se acabó el glamour. Esther Willians ya no nada para nadie y Xavier Cugat prefiere jugar con su horrible perrito.
Para limitar costos, un sin fín de compañías aéreas han suprimido las comidas y, ni que decir tiene, las sonrisas y el olor a carmín. A lo sumo te ofrecen un miserable sandwich totalmente incomestible que tienes que pagar y casi coger al vuelo. No me queda más remedio para terminar esta croniquilla que contarles un vuelo París-Málaga que hice en aquellos tiempos perdidos, en primera clase, gracias a la bondad de algún amigo que vivía a nueve mil metros. En el compartimento de los afortunados “ya no se llama primera clase sino algo tan repugnante como clase de negocios” sólo estábamos la azafata que debía atenderme y yo.
En poco más de dos horas de vuelo el número de botellines de güisqui Chivas que ella abrió y yo me tragué en compañía de algún que otro cacahuete fue realmente impresionante. La muchacha, además de bellísima, era deliciosamente risueña y tenía un sentido del humor digno de un mejor vuelo. Pasamos más de una hora mirándonos, calibrándonos y yo admirándola.
Unos minutos antes de que el avión aterrizase en Málaga intercambiamos nuestros números de teléfono. En medio de mi enamoramiento alcoholizado la olvidé nada más llegar a la terminal. Nunca la llamé. Y ella a mí tampoco.
Por: Sergio Berrocal * Periodista y escritor español. Colaborador de Prensa Latina y Crónica Digital.
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