Para ese entonces, el prelado, que devino símbolo popular durante la guerra interna desatada luego de su muerte (1980-1992), ya había sido amenazado en más de una ocasión por la ultraderecha, descontenta con sus homilías consideradas proizquierdistas.
Porque Romero, nacido el 15 de agosto de 1917, optó por practicar hasta sus últimas consecuencias lo establecido por el Evangelio y ello lo llevó a defender los intereses de una población desposeída y reprimida por la oligarquía.
Considerado el más universal de los salvadoreños, desde pequeño quiso ser sacerdote y sus experiencias como aprendiz de carpintero, ayudante de su padre telegrafista y espectador de cuanto circo se acercaba al pueblo, favorecieron su acercamiento a las mayorías.
“Soy simplemente el pastor, el hermano, el amigo de este pueblo que sabe de sus sufrimientos, de sus sus angustias y en nombre de esas voces yo levanto la mía”, expresó alguna vez.
Apenas un adolescente de 13 años, matriculó en el Seminario y, luego de ser ordenado sacerdote, ofició como párroco en el oriental departamento de San Miguel (1942-1944), donde procuró mantener el equilibrio entre los sectores sociales.
Por casi tres décadas, y pese a los aires renovadores que soplaban en la Iglesia universal al calor del Concilio Ecuménico Vaticano II, el sacerdote salvadoreño miraba con cierto escepticismo las ideas progresistas enarboladas por la guerrilla en Colombia.
En un principio, Romero criticó a los religiosos que inspirados en el ejemplo del sacerdote Camilo Torres Restrepo, se entregaron a las luchas de su país y se enfrascaron en la estructuración de las denominadas Comunidades Eclesiales de Base (CEB).
Aunque la Iglesia Católica salvadoreña era de las más radicales de Centroamérica, quizás por el recuerdo de la matanza ejecutada por el Ejército en 1932 contra casi 40 mil campesinos y la conflictividad prevaleciente a partir de esos hechos, el prelado se abstenía de un mayor compromiso social.
Desde su posición de Obispo Auxiliar de San Salvador (1967-1974), Romero actuó como inquisidor y se opuso a la expansión de la Teología de la Liberación hasta ser trasladado hacia la zona cafetalera y algodonera de Santiago de María.
Pero en los tres años que vivió en aquel lugar aprendió de cerca la precariedad que sufrían los jornaleros, explotados por los terratenientes, y el valor de la actuación de los Delegados de la Palabra, predicadores del Evangelio entre los pobres.
La compleja realidad de El Salvador, marcada por el descontento popular y el ascenso de la criminalidad promovida por los poderosos, catalizaron cambios aún más completos en su pensamiento, hasta aquel momento caracterizado por su neutralidad para aplacar los ánimos.
Romero inició su gestión como Arzobispo de San Salvador sólo 15 días antes del fraude electoral en favor del partido de los militares, la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), que motivó una protesta masiva de la población, masacrada por los uniformados.
Y ya el 20 de marzo de 1977, luego del asesinato del jesuita Reutilio Grande y ante la represión contra el pueblo, trocó su timidez y respeto por los dogmas eclesiásticos y se pronunció frente a los 100 mil asistentes a la misa pública en honor de los caídos.
En ese escenario, Romero manifestó su afán de servir a los intereses del pueblo, a quien identificaba con el Evangelio y al que fue fiel durante los tres años en que administró el Arzobispado hasta ser asesinado por la derecha fascista.
La realidad de una nación condenada al silencio por la cúpula militar, a la cual desafió con sus homilías dominicales, pronunciadas desde la catedral capitalina, condujo a su conversión a favor de la causa de los desposeídos.
Por eso, a sus labores oficiales, Romero sumó constantes visitas a las CEB, atención pública y privada a dirigentes populares y políticos, mediación en huelgas y otros conflictos sociales escenificados en vísperas de la guerra interna de 12 años (1980-92).
Por la fuerza que adquirió su palabra, la institución eclesiástica salvadoreña tuvo que enfrentar intensas campañas difamatorias, al tiempo que las autoridades militares representantes de la oligarquía perpetraban amenazas y asesinatos de religiosos.
Desde enero de 1980, el nombre Romero apareció entre los condenados por los “escuadrones de la muerte” y el asedio a su persona concluyó el 24 de marzo, con el disparo que le cegó la vida mientras oficiaba misa en la capilla del Hospital Oncológico Divina Providencia.
“La voz de los sin voz”, como se le llamaba al morir, estaba a punto de ser ungido como cardenal, pese a lo cual, sus restos permanecieron por mucho tiempo enterrados en el sótano de la entonces destartalada catedral de San Salvador.
Hace 25 años, al trascender la noticia de su deceso, la curía centroamericana expresó que él era el obispo que la Iglesia de América Latina había soñado en la Conferencia de Puebla (1979): absolutamente fiel al pueblo y a Dios.
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