Esta vez las elecciones presidenciales, al menos en las etapas iniciales, tendrán el atractivo de la competencia entre una mujer, un aspirante afroamericano y quizás uno de madre mexicana.
A esas novedades se suma el carácter perentorio de las próximas elecciones, única opción viable que tiene la sociedad norteamericana y buena parte del mundo para salir de Bush y de su administración reaccionaria y ultraconservadora.
Siempre que se aproxima una elección presidencial norteamericana, surgen expectativas de todo tipo. Ello no se deriva de que a las mayorías, ni siquiera a los líderes de los diversos países, les preocupe qué partido o qué político gobierna allí sino que obedece al papel que ese país desempeña en los escenarios mundiales, regionales e incluso locales.
Aunque directamente ninguna Nación gane o pierda con las elecciones estadounidense, de alguna manera, ese proceso puede influir en ellas dada la repercusión de sus políticas internas, especialmente su economía y sus finanzas y su política exterior.
En toda la historia norteamericana han gobernado 43 presidentes que dirigieron 53 administraciones, dado que 19 fueron reelectos para un segundo mandato y Roosevelt lo fue en cuatro ocasiones. Ninguno sin embargo ha introducido cambios que afecten las bases esenciales de la sociedad y, aunque la constitución norteamericana se ha enmendado 27 veces, en ningún caso se ha modificado la estructura del sistema.
Aunque en los próximos comicios la salida la salida de Bush, es inevitable y puede completarse con la derrota del Partido Republicano; no existen razones para esperar nada diferente a lo ocurrido en los 231 años transcurridos desde 1776 a la fecha.
Con otra administración, los Estados Unidos pudieran ser menos brutales y predecibles, nunca menos imperiales. El que gobierne uno u otro partido y un integrante de la elite sustituya a otro, añade matices sin modificar las esencias. Allí puede haber cambios de forma o de estilo, jamás de contenido. No es fatalismo, es realismo.
Obviamente a quien más debiera interesar la elección presidencial en su país es a los norteamericanos que, sin embargo, en número cercano al 50 porciento, ni siquiera acuden a votar. Todos saben que se necesita un líder, aunque no parece importarle quien sea, sin embargo todos esperan que cualquiera que resulté electo, mejore la situación, sin modificar la tradición.
Si bien existe cierto número de norteamericanos con deseos de que sus autoridades concedan prioridad y solucionen algunos de sus problemas internos, como son la atención a la salud, el perfeccionamiento del sistema escolar, la lucha contra la droga y la eliminación de la violencia y quisieran que su país participara de manera más constructiva en los asuntos internacionales, no existe el menor consenso para transformaciones de ningún tipo, menos aquellas que conlleven un cambio en el estilo de vida y una disminución de la influencia del país en los asuntos mundiales.
Como todos los pueblos, el norteamericano repudia la guerra y no quisiera que sus jóvenes arriesgara la vida en luchas estériles ni fueran utilizados como instrumento para causar daño a otros países, pero entre las reacciones primarias de los pueblos y su comportamiento político, media la ideología que se les introduce.
Para el público estadounidense, la seguridad nacional de su país tiene prioridad por sobre cualquier otra cuestión. Según el credo que se les inculca, el mundo se inclinará hacía donde se inclinen los Estados Unidos; razones de más para creer que sus intereses estratégicos deben prevalecer sobre cualesquiera otra consideración.
El pueblo norteamericano que disfruta de una posición privilegiada respecto a cualquier otro país, no está en condiciones políticas ni ideológicas de influir en las estructuras del poder. Si en una hipótesis lejana, ese día llegara, el mundo se percataría rápidamente.
Santiago de Chile, 7 de agosto 2007
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